Tengo la habilidad, de dudoso provecho, de detectar a la gente de familia bien. Es bastante fácil. Sólo hay que comer con ellos. Nunca miran la comida, ni al camarero, y sin embargo nunca chocan con él. No agachan la nuca para acercarse al plato. Se sirven del centro con naturalidad, haciendo pala con el tenedor y la cuchara, sin despeinarse, como si los cubiertos fueran una extensión de sus dedos (yo abogo por abolir los platos del centro, al fin y al cabo vivimos en el individualismo capitalista, basta de farsas). Si se manchan no se nota, si se les cae algo por el camino nadie se da cuenta. Y si hablan con la boca llena casi se diría que queda elegante.
El otro día tuve una comida de mucho postín. En un asiático. Ahí estaban los palillos, mirándome. Los sé usar, sé la teoría y algunas noches he hecho verdaderas demostraciones de funambulismo y pericia. He llegado a coger granos de arroz, uno a uno. Los empuñé y… no fui capaz de coger la zamburiña fileteada con salsa de coco o lo que demonios fuera aquello. Volví a probar discretamente… nada. Los palillos se reían de mí. Maldije a España por hacer de la comida, algo tan íntimo, un uso social y maldije la gastronomía asiática y sus excentricidades. También me pregunté, mientras empuñaba resignada el vulgar tenedor por qué tus habilidades se mofan de ti en tu cara justo cuando más las necesitas.
Comentarios