La adopción de menores de edad se desarrolló vigorosamente en la segunda mitad del siglo XX, a partir del aumento de los niños huérfanos o abandonados después de las guerras mundiales. Desde entonces se afirmó que la adopción constituye un derecho de los niños para ser adoptados y no un derecho de los mayores para adoptarlos.
Cada vez se comprende más el valor de haber nacido y crecido en el seno de una familia. Sin embargo, no todos comprenden la trascendencia de esa circunstancia para cada niño que nace. En ocasiones, la adopción de niños por familias que sustituyen a las de origen es una institución sospechada de violar supuestos derechos de esos niños que sabemos abandonados o carentes de cuidado familiar.
Estereotipos familiares como la sobrevaloración del vinculo de sangre o la supervivencia de la familia de origen donde ya no la hay, o donde se supone que hubo de estar y no está condicionan seriamente la decisión de los responsables directos de la incorporación de los niños abandonados a familias adoptantes al punto que las demoras configuran verdaderas violaciones al derecho a la familia.
La situación reviste tal gravedad que pareciera que el movimiento a favor de los niños sin familia, que nuestro país inicia en 1948 con la primera ley de adopción y que perdura en la actual ley 24.779, que incorpora la adopción al Código Civil, constituye letra muerta o es contraria al bien común.
Es indudable que ciertas ideologías se imponen a la idea de la familia como puntal necesario para todo niño. Se sostiene que lo biológico es decisivo, ignorándose lo que enseña la psicología y que la maternidad y la paternidad tienen mucho de creación cultural.
Aquellas ideologías, a la hora de decidir, crean graves violaciones al derecho que tiene un niño a la convivencia familiar, consagrado por el artículo 5 de la Convención sobre los Derechos del Niño.
El resultado de semejante distorsión conceptual es que los niños abandonados permanecen en situaciones de indefinición por mucho más tiempo que el razonable para una rápida y efectiva investigación sobre la situación de desamparo que evidencian.
A las ideologías que dicen que la adopción maltrata a las familias pobres sacándoles sus hijos o que el vínculo de sangre es el único verdadero vínculo filiatorio les siguen las decisiones absolutas o dogmáticas. Ello se ve en la forma de actuar de ciertas instituciones del Poder Judicial y de la administración pública y, en ocasiones, del ministerio de menores, cuyos resultados, a través del argumento de que hay que evitar el tráfico de niños o que hay que dar una oportunidad más a los mayores, son la prolongación de las indefiniciones por tiempos insoportables para los niños.
Los jueces, las "defensorías de los derechos de niñas, niños y adolescentes" y también las "asesorías de menores", cuando deben dilucidar la situación de niños desvinculados total o parcialmente de sus familias de origen por diversos motivos ?a veces de extrema gravedad, como violencias de todo tipo, y abusos sexuales? no pueden demorar para decidir el destino definitivo de un niño en razón de sus concepciones fundamentalistas, apoyadas en la ideología de la sangre o la formalidad del proceso.
No ha mejorado la situación luego de la reglamentación de la ley que crea un registro nacional único de adoptantes, dependiente del Ministerio de Justicia, como recurso para que los jueces tengan un lugar al cual recurrir en la búsqueda de esa familia que el niño, en situación de desamparo, merece. Ello es así porque también en esos registros las ideologías y los fundamentalismos traban la misión que supuestamente justificaba su creación y en la práctica resulta que las provincias no han adherido ni suman postulantes por lo que esto constituye un factor de demora en la búsqueda de adoptantes para los casos de niños más grandes o con historias difíciles o cuando se trata de grupos de hermanitos. Además, la ciudad de Buenos Aires y la provincia de Buenos Aires no tienen un registro unificado. Es increíble.
No es el defecto ideológico en el registro el único que obstaculiza la adopción. También aparece aquí el fundamentalismo autoritario de los organismos administrativos como el Ruaga, sigla con la que se identifica al registro al que deben concurrir los eventuales candidatos a adoptar domiciliados en la ciudad de Buenos Aires. Este actúa en muchos casos como un órgano regulador del fundamento y la procedencia de adopciones, digitando fechas y momentos para las entrevistas de quienes se presentan, además de exigirles condiciones sociales que no aparecen requeridas por la ley. Esta discriminación carece del menor sentido e impide regularizar situaciones familiares.
En síntesis, no es precisamente la modificación de las leyes lo que se requiere en casos como el que nos ocupa, sino que quienes ejercen funciones vinculadas a esta tarea dejen de lado actitudes y posturas que han sacado de foco el auténtico objetivo de la institución, esto es la adopción como sistema para amparar el derecho de los niños a la convivencia familiar. Hasta que no haya políticas públicas de inclusión social en este sentido, la situación no va a cambiar sustancialmente.
Los niños institucionalizados, vale decir en hogares, o alojados en familias transitorias, a los que desde estas columnas nos hemos referido en numerosas ocasiones, requieren decisiones concretas cuya ejecución parece dilatarse nada más que por la ineficiencia de los operadores llamados a intervenir en cada caso, sean del poder judicial como del poder administrador ejercido por el Ministerio de Justicia. La sociedad civil mucho viene haciendo sobre esta cuestión, pero, en definitiva, el resultado va a ser siempre magro si todo queda librado a interpretaciones cargadas de ideologías o que responden a fundamentalismos e ideologías que pasan por alto la atención de muchos de nuestros indefensos menores.
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