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CUENTO : La extraña aventura de la esposa de Schalu

Los cuentos del Siddhi-kur

Traducción Irene Lo Coco

Octava entrega del clásico asiático para niños: las historias del Siddhi-kur. El Príncipe ha capturado nuevamente a la extraña criatura, a quien debe llevar a los pies del sabio Nagarjuna. Pero no son los vastos territorios que debe atravesar el escollo más importante, sino la condición de realizar la travesía sin pronunciar palabra, so pena de recomenzar la odisea desde cero. El apresado Siddhi-kur conoce tal profecía, y procura utilizarla a su favor, para lograr su liberación. Así, haciendo gala de sus dotes narrativas, interesa al Príncipe con una de sus maravillosas historias, intentando que éste, sin querer, salga de su mutismo para preguntar algo. En el presente viaje, el orador lo sorprende con la historia del Gran Khan Schalu, quien por alguna extraña razón no logra conmover el corazón de su bienamada.

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Por muchos años reinó Schalu sobre las tierras a las que mágicamente había llegado. Gobernó con calma, sabiduría e idoneidad, siempre asistido por su leal amigo, Saran. La gente de su reino lo amaba. Se vivía en un ambiente de prosperidad y alegría todo a lo largo de sus tierras.
Hubo un día en que un grupo de hombres se reunieron frente al Municipio para pedir una audiencia con el Khan. Schalu los admitió con gentileza y les preguntó cual era su inquietud.
Señor, — le dijeron —venimos en nombre del pueblo a pedirle un gran favor, no tanto para nosotros sino para su Majestad. En todos estos años que ha estado usted con nosotros todavía no lo hemos visto elegir una esposa, y lo cierto es que todos anhelamos verlo desposado con una hermosa princesa para que llene su hogar de felicidad y que eventualmente nos de un hijo para que amemos y veamos como nuestro futuro gobernante.
Sus dichos gustaron al Khan, quien preguntó por todas las princesas en los reinos cercanos declarando que se pondría en campaña enseguida para elegir a su real esposa. Y luego de aquella reunión viajó a distintos países y visito los palacios de numerosas princesas de aquí y de más allá, pero ninguna de todas aquellas hermosas mujeres lo entusiasmó lo suficiente para considerarla la persona en el mundo destinada para él.
Una damisela tenía la voz muy aguda, la otra perdía el temperamento muy pronto, la tercera parecía muy fría e indiferente, y así seguía. Día tras día la gente esperaba los anuncios de una boda real y día tras día veían con gran desilusión como el Khan regresaba al palacio tan solo como se había ido.
Finalmente, cuando Schalu retornaba luego de otro infructuoso viaje a tierras lejanas, pasó por casualidad por una pequeñísima casa en las afueras de su reino. Allí, parada en la puerta, vio a la más hermosa mujer que sus ojos de Khan había visto jamás. Era alta y delgada, con un cabello muy largo y muy negro que le rozaba los talones. Sus ojos eran grandes y oscuros como la medianoche y sus labios eran tan rojos como unos labios pueden llegar a ser. Pero más allá de toda esa belleza, esta mujer poseía magia alrededor de su rostro, un algo tan hermoso que el Khan se quedó mirándola hechizado por un buen rato. Luego, y de repente, comprendió que esa muchacha de campo en sus simples vestiduras de trabajo, era quien de todas las mujeres del mundo él elegiría para ser su esposa. ¡Ya no más búsquedas de princesas e importantes damas! Había encontrado lo que tanto anhelaba y haría de aquella damisela su reina.
La decisión tomó forma enseguida, ¿acaso no eran ley las palabras del Khan en aquellos dominios? Un festejo grandilocuente se celebró en el palacio, se decretaron varios días de feriado a lo largo del reino y hubo jolgorio y regocijo por parte de todos sus habitantes. Si había alguien que cuestionara los orígenes de la nueva reina, su voz era ahogada por los gritos de aprobación de aquellos afortunados que habían podido apreciar personalmente la belleza de la novia. Cuando los festejos llegaron a su fin, todos volvieron a sus actividades con una sensación de paz y contento, sabiendo que su Rey formaría por fin un hogar feliz.
Sin embargo, fue muy el contrario. Aunque Schalu amaba a su reina con todo el corazón, aun cuando le concediera riquezas y tesoros a diario, y a pesar de que se esforzaba por mantenerla entretenida y contenta, la mujer miraba a su marido con recelo y frialdad y su rostro se tornó pálido y su voz apagada. En vano le rogó el Khan que le dijera que podía hacer para alegrarla y ganarse su amor, fue fútil todo intento de averiguar si tenía algún secreto que causara su pena, no había nada que él pudiera hacer. Y cada día que pasaba el rey caía un poco más profundo en la desilusión y la desdicha.
Aquella escena le apenaba tanto a los cortesanos como a lo habitantes del reino. Pero más que a nadie apenaba a Saran, su fiel amigo, quien un día no pudo soportarlo más y acercándose a Schalu le dijo:
Mi querido amigo y Señor, mi corazón está casi muerto de la tristeza de ver al mejor hombre y monarca tan afligido. Te ruego me dejes darte un consejo. Me parece a mí, mi Rey, que su esposa lleva consigo una pena muy oculta en su corazón, pues de otra forma no habría razón para que no te brindara su amor. Quizá, si pudiéramos descubrir cuál es esta preocupación que ella tiene, seremos entonces capaces de curarla y convertirla en la amada esposa que tú tanto deseas.
Saran, amigo mío, —dijo el Khan con voz cansina — ¿Es que no me has visto intentarlo todo para ganar el amor y la confianza de mi reina, y todo eso en vano?
Entonces, déjame intentarlo a mí. —le pidió Saran entusiasmado —Pues mi corazón me dice que he de triunfar aún si mi real Señor no lo ha logrado.
Muy bien —le dijo Schalu, sin esperanza ni interés.
Desde aquel momento y vistiendo la capa mágica que lo hacía invisible, Saran vigiló a la reina de noche y de día sin que ella lo supiera. No comió ni durmió para no perderse detalle, pero la reina no le daba ningún indicio en ningún momento, ni una palabra, o mirada o escritura para comprender su pena oculta. Saran estaba a punto de abandonar con desilusión su empresa cuando, una tarde, notó cierta agitación en la dama. Miraba continuamente al cielo, caminaba sin tregua de un lado al otro del palacio, y parecía estar en un estado ausente, como de ensueños. Finalmente se retiró a sus habitaciones para emerger poco después vestida con un largo y oscuro manto y con una capucha que le ocultaba completamente el rostro. En silencio se hizo camino hasta un pequeño y poco usado portón de los jardines reales y al atravesarlo quedó fuera los lindes del palacio. En un abrir y cerrar de ojos desapareció de la vista de Saran, quien miraba frenéticamente en todas las direcciones sin poder encontrar rastros de la reina. Corrió de nuevo hacia el palacio, buscó las botas mágicas en su escondite, se las calzó y enunció en voz alta su deseo:
¡Llévenme adonde sea que esté la reina!
Por un momento el viento silbó en sus oídos y las estrellas pasaron veloces a su lado y luego se encontró de nuevo en tierra firme, en un hermoso y extraño jardín. Nunca antes había olido tales aromas o visto tanta variedad de flores que parecían brillar bajo la poca luz de la luna. Los caminos se abrían en todas las direcciones entre enormes canteros de pimpollos, y en uno de ellos pudo divisar la ya lejana figura de la reina en su manto negro. Siguió sus pasos con rapidez y en silencio y la vio acercarse a un palacio que se levantaba al final de los jardines. Ingresó a través de una pequeña puertecita y se adentró por un pasillo angosto que se abría hacia un amplio patio. Saran la siguió, aún vistiendo su capa mágica, y enseguida se encontró en una habitación muy iluminada, con riquezas increíbles y llena de un suave incienso que se elevaba en nubes hasta el techo, desde un brasero ubicado en un rincón. Tan interesado estaba en investigar las bellezas de aquel lugar que por un momento se olvidó de la reina y de su objetivo, y se sorprendió de pronto al verla aparecer sin su manto pero envuelta en su lugar con una seda del color del fuego, bordada en oro y piedras preciosas. Se acercó al brasero y movió sus brazos lentamente sobre el, murmurando palabras incomprensibles con una voz muy dura y monótona. Apenas hubo terminado su oración y bajado las manos a los lados del cuerpo, un ave de fantástico plumaje voló por la ventana. Atravesó tres veces el humo del incienso como un rayo y entonces desapareció ante los ojos atónitos de Sarán, y en su lugar surgió un hombre alto y buenmozo, vestido en ropas exquisitas como un príncipe. Miró con furia a la reina, que no quitaba la vista del brasero, y le dijo:
¿Has hecho lo que te he pedido?
Ella negó con la cabeza.
¡¿Cómo?!— gritó él, golpeando el pie en el suelo. —Después de todo lo que te he enseñado, ¿¿todavía puede el Khan escupir oro de su boca?? ¿No te di acaso la fama y el conocimiento de la magia bajo la condición de que destruyeras a tu marido?
La triste reina se cubrió el rostro con las manos.
¡Es que no puedo hacerlo!— sollozó —No puedo transformar al Khan en un perro y quitarle todos sus poderes, ¡no puedo!
¡Te exijo me digas porque no puede hacerlo! —le gritó el hombre con una furia que hizo temblar al mismo Saran. —No puedes amar al Khan: yo mismo, por el poder que mi magia me otorga, lo he impedido.
Saran, observando y escuchándolo todo desde un rincón de la habitación, dejó escapar una exclamación de sorpresa.
Así que de eso se trata, —pensó — ¡y es por el poder de un truco de magia que la reina no puede amar a su esposo!
Tanto la reina como el hombre de costosas vestiduras se sobresaltaron con aquel sonido, pero al mirar alrededor no pudieron encontrar nada, ya que Saran todavía llevaba encima su capa mágica.
¡Suficiente!, —exclamó finalmente el hombre, luego de esperar en vano que la mujer respondiera a su pregunta. —Mañana tomaré el asunto en mis propias manos. En la forma de una serpiente me acercaré al Khan y arrojaré un hechizo sobre él, y entonces estará completamente bajo mi poder.
La reina le imploró compasión, pero en un solo segundo el hombre había vuelto a ser aquella ave de llamativos colores, y voló a través de la ventana abierta.
Con la lentitud de la pena más grande, la reina se alejó del brasero y volvió a ponerse su manto oscuro sobre los hombros. Mientras Saran la seguía por los caminos del hermoso jardín, podía escuchar su llanto, y su corazón se inundó de tristeza por ella y de furia por el extraño hombre que ahora conocía como un demonio ruin.
Al día siguiente Saran ordenó que un fuego muy grande se encendiera en el hall del Consejo, y les pidió a Schalu y a su esposa que se sienten frente a él. Mientras estaban allí, una enorme y horrible serpiente se arrastró por las baldosas del hall, verde y viscosa y repugnante de ver. El reptil levantó muy alta su cabeza y posó sus ojos malignos sobre Schalu, y el Khan se quedó blanco y duro y se parecía más a un muerto que a un vivo. La serpiente se balanceó hacia delante y hacia atrás, murmurando palabras de otros mundos, pero antes que el hechizo se consumara Saran le cayó encima y la golpeó con la fuerza de un leño. Enseguida el animal se dio la vuelta y comenzó a atacar a Saran, y se enroscaron en una batalla en los márgenes del fuego. Por momentos parecía que Saran caería dentro de las llamas, y por otros era la serpiente endemoniada quien gritaba cuando los brazos de fuego la quemaban. Finalmente la serpiente dio un giro inesperado, se escapó por debajo de los brazos de Saran y se abalanzó encima de Schalu. En un suspiro lo hubiese alcanzado si no fuera porque la reina saltó sobre ella, enrolló sus brazos alrededor del horrible cuello de la serpiente y la arrojó hacia el fuego en el impulso.
Un humo muy alto y muy denso se elevó de pronto, y con un grito profundo un demonio horripilante saltó de las garras del fuego y escapó por una ventana dejando su forma de serpiente ardiendo.
¡Dios mío!, —exclamó el Príncipe, todavía estupefacto por el ímpetu de la historia. — ¡Que emocionante! ¿Logró Schalu recuperarse del hechizo? ¿Pudo la reina enamorarse de su marido después de eso?
¡Por supuesto que sí!, —dijo el Siddhi-kur riéndose entre los dientes. —El terrible demonio perdió todos sus poderes sobre la reina y nunca jamás volvió a darles ningún problema a ella ni a su esposo. Y se enamoraron enseguida y con tanta fuerza que vivieron felices por el resto de los días.
Saran también se merecía tener una hermosa y amada esposa. — dijo el Príncipe meditativo, a medida que comenzaba a retomar su marcha.
Espera un poco, mi amigo, —dijo el Siddhi-kur— ¡puedes agregar cuanto quieras a la historia mientras sigas tu camino solo! Pues por lo que a mí respecta, soy libre de volver a mis anchas a mi árbol de mango detrás del jardín de los niños fantasma, pues tú has roto una vez más tu deber de silencio.
Con un grito de alegría saltó de la espalda del Príncipe y corrió en un segundo toda la distancia que juntos habían recorrido.
El Príncipe suspiró cansado.
¡Pero que tonto he sido!, —se dijo —Pero buscaré al Siddhi-kur otra vez, y lo llevaré hacia la cueva de mi maestro Nagarguna, ¡aún si en eso tengo que pasarme toda la vida!
Y tal como lo había dicho, unos días más tarde se encontraban los dos de nuevo camino hacia el Sur, el Príncipe en silencio y el Siddhi-kur en el saco de su espalda.
Amigo, —le dijo la criatura mágica al rato— acabo de recordar una maravillosa historia que tengo que contarte. Puedes escucharla o no, como tú más quieras, pero al menos para mí será un modo de pasar el tiempo. El título del cuento es “Las Fortunas de Shrikantha”.

El texto corresponde a la siguiente obra:
MYERS JEWETT, Eleonore; Wonder tales from Tibet; Little, Brown & Co; Boston; 1922
Traducción al español por Irene Lo Coco

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