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Cuentos del Siddi-khur

La Esposa del Pájaro Blanco

Muchos, muchos años atrás, cuando el mundo era joven, vivían en un campo lejano y lleno de flores un viejo hombre y sus tres hijas. Eran una familia humilde y pueblerina, dueños de un pequeño rebaño de cabras que el padre apreciaba como ninguna otra cosa en el mundo, las adoradas incluso más que a las propias hijas. Cada día una de las jóvenes llevaba al rebaño a pastar a la ladera y ¡ay de ellas si al volver a casa una de las pequeñas bestias se encontraba lastimada o ausente! El padre se paraba firme en la entrada de la quinta y contaba a las cabras una por una y las acariciaba y les murmuraba palabras dulces que quizá podría haber usado para con sus hijas, a quienes nunca le hacía demostraciones de afecto.

Un día, habiéndole tocado el turno de cuidar a las cabras a la hija mayor, ésta volvió muy tarde a la noche con los ojos hinchados y rojos de tanto llorar. La causa de su congoja se hizo evidente: faltaba una de las cabras, y el padre no esperó un segundo para ventilar sus palabras coléricas y ofensivas sobre la joven. Amargada se fue a su habitación, llorando todavía, y a todas las preguntas de sus hermanas contestó con un silencio inquebrantable. Sin embargo, había en su actitud algo que les decía que algo extraño había sucedido, y hablaron por largo rato, preguntándose cual habría sido tal aventura.

A la mañana siguiente, la segunda hija llevó a las cabras a la ladera, y al regresar aquella noche la vieron llegar, tal como su hermana la víspera, llorosa y cansada y con la mala noticia de que otra cabra había desaparecido. Y si el padre había sido cruel y enojoso el día anterior, lo fue doblemente esta vez. Golpeó los hombros de la joven con su pesado bastón y la reprendió hasta que aterrada corrió a su cama y allí se quedó, temblando y sollozando en la oscuridad. Pero cuando la más joven de las hijas le preguntó con dulzura sobre lo que había pasado y como se había perdido la segunda cabra, solo recibió silencio y una desesperada petición de dejarla en paz. La pequeña notó, sin embargo, que sus dos hermanas intercambiaban ahora miradas de comprensión y se murmuraban cosas al oído, frenando de golpe cuando ella se acercaba. La curiosidad la envolvió y apenas pudo dormir aquella noche pensando en lo que se encontraría en la ladera al día siguiente.

Temprano en la mañana Ananda (ese era su nombre) se encaminó con las cabras, resuelta a estar muy atenta y evitar de ese modo los problemas que sus hermanas habían tenido. El clima estaba especialmente caluroso y alrededor del mediodía sintió tanta pesadez que no pudo contener el sueño, de modo que apoyándose sobre el tronco de un árbol se propuso descansar por unos minutos. Sin embargo, esos minutos se hicieron horas y cuando de pronto despertó se encontró que el sol estaba ya poniéndose y que faltaba una de las cabras de su rebaño.

-“Ay de mí!”, pensó. “¡Mi padre me matará si regreso con otra cabra menos! Debo encontrarla, ¡incluso si eso implica buscarla toda la noche!”

Empezó entonces a buscar por todos lados, recorriendo todos los pastizales que sus animales solían recorrer, en las laderas vecinas y en los valles, llamando a la cabra por su nombre y mirando atentamente el terreno en busca de sus huellas.

Finalmente, y muy lejos de donde todo el rebaño había pastado aquel día, encontró las pisadas de una única cabra impresas en la tierra, dirigiéndose aún más adentro por la orilla fangosa de un arroyo. Siguió las marcas entusiasmada, deseando con cada paso encontrar a su cabra, y las huellas seguían y seguían alejándose y se encontró de pronto en un campo muy extraño, llena de rocas y de cuevas con entradas muy oscuras. Las pisadas de la cabra se dirigían directamente hacia una de estas cuevas, que tenía una gran puerta roja. Empujándola lentamente, Ananda descubrió que no ofrecía ninguna resistencia y detrás de ella se encontró con un oscuro y húmedo pasillo. Al final de ese pasillo había otra puerta que brillaba en la oscuridad, iluminando el camino. Cuando se acercó descubrió que era una puerta de oro sólido, y probando su suerte la empujó y una vez más se abrió con facilidad. Más allá había otro pasadizo, más corto que el primero e iluminado por la puerta que le daba inicio. Ananda lo recorrió con prisa y al final se encontró para su sorpresa con dos puertas, una al lado de la otra, una de nácar y la otra de esmeraldas. A esta altura ya se había olvidado de la cabra que buscaba, tan inundada de curiosidad e intriga que estaba. No perdió tiempo y empujó la puerta de nácar, pero a pesar de poner toda su fuerza en la tarea, no pudo moverla un solo centímetro. Entonces, probó con la de esmeraldas que se abrió sin esfuerzo y cruzando el umbral se encontró en una gran habitación abovedada, brillantemente iluminada por lámparas que se balanceaban desde el techo. En cada rincón había signos de lujo y riquezas, suaves divanes, finos mobiliarios, y en el suelo innumerables pilas de monedas de oro y piedras preciosas -diamantes, rubíes, esmeraldas y muchas otras-. Ananda se refregó los ojos, creyendo estar soñando. Parecía no haber, sin embargo, ningún ser viviente en la habitación, y entonces comenzó a curiosear aquí y allá, viéndolo todo en cada rincón, y sorprendiéndose mientras que se encontraba con algún objeto cada vez más precioso que el anterior. De repente fue sorprendida por una voz detrás suyo:

-“¡Buen día, bella dama!” dijo la voz. “¿Puede preguntarle que es lo que busca?”

Ananda se volvió aterrada, pero no vio a ninguna persona, solo notó que encima de la hermosa mesa en la esquina había una jaula de oro, y dentro de ésta un hermoso pájaro blanco.

-“¿Quién es el que habla?” pensó la joven, aún mirando en todas las direcciones. Como leyéndole los pensamientos el pájaro se movió en su jaula y habló de nuevo.

-“Muy buenos días, bella dama y bienvenida a mi morada. Por favor cuénteme que es lo que está buscando.”

Ananda lo miró atónita.

-“¡Entonces ere tú quien habla!” dijo ella. “No te había visto hasta ahora!”. Y entonces, pensando en la pregunta que le había sido hecha por partida doble, continuó. “Le pido disculpas, estoy buscando a la cabra perdida de mi padre. Seguí sus huellas hasta la puerta de esta cueva y esperaba encontrarla aquí dentro.”

-“Yo puedo devolverte las cabras” dijo el pájaro, “la que perdiste hoy, y las dos que perdieron tus hermanas los días anteriores.”

- “Oh, ¡muy amable de su parte! En cuanto las tenga partiré para mi hogar y no volveré a molestarlo.”

- “No tan rápido, no tan rápido”, contestó el pájaro. “Espera a escuchar mis condiciones. Tus hermanas las rechazaron con desdén y prefirieron soportar los abusos y maltratos en casa antes que considerar un momento mi propuesta.”

- “Deben ser condiciones muy duras,” dijo Ananda “para que yo las rechace y vuelva a casa sin la cabra a enfrentar a mi padre! Dime, buen pájaro, ¿cuáles son?”

- “Esta es la oferta que te propongo:” -dijo el pájaro lentamente- “si tu te casas conmigo y vives en mi casa lujosa, en mi cueva-palacio, enviaré todas las cabras de vuelta a tu padre. Y digo más, podrás tener todo lo que desees de corazón y pueda yo comprar con mi riqueza. Te daré quince minutos para que lo consideres, siéntate en aquel diván y cuando hayas llegado a una conclusión me la dices.”

Y habiendo dicho esto comenzó a picotear los granos de alimento que tenía en una copa dentro de la jaula.

Ananda caminó lentamente hasta el diván y se sentó. “Si vuelvo a casa sin la cabra” pensó, “mi padre me matará en su ataque de ira. Por otra parte, casarme con un pájaro parece ser una aventura muy triste. Pero sin embargo… (mirando a su alrededor) la vida en casa es pobre y simple, y aquí hay muchas cosas para entretenerme. E incluso un pájaro blanco puede llegar a ser una buena compañía, si es que no hay otra.” Se levantó de su asiento y caminó hasta la jaula con paso decidido.

- “¡Me casaré contigo!” le dijo al pájaro.

- “Muy bien”, contestó el otro, y alzándose en su hamaca batió sus alas. Inmediatamente apareció ante Ananda una mesa finamente servida, con la mejor cena que la joven había visto jamás.

-“Siéntate y come”, continuó el pájaro blanco, “debes estar muy cansada y hambrienta. Las cabras ya están en su camino a tu casa.”

Entonces Ananda se casó con el pájaro blanco, y por un largo tiempo sus días estuvieron llenos de sorpresas y placeres. Los tesoros a su alrededor parecían no tener fin, y solo tenía que formar un deseo en su pensamiento para tenerlo instantáneamente frente a sí. Pero eventualmente comenzó a sentirse muy sola. Cada mañana el pájaro blanco desaparecía (adonde, no lo sabía) y ella debía quedarse todo el día en la habitación abovedada. Por la tarde, el pájaro regresaba, pero al fin y al cabo no era tan buena compañía como sus hermanas, y Ananda comenzó a arrepentirse de su decisión y a soñar con la posibilidad de volver a la casa de su padre. El pájaro blanco le traía noticias del mundo y trataba de levantarle el ánimo dándole charla. Una tarde le contó de una feria que se llevaría a cabo en el pueblo al día siguiente. Ananda suspiró profundamente:

-“¡Como me gustaría poder ir a la feria!” dijo ella. “¡Ha pasado tanto tiempo desde que fui a una!”

- “Mi querida, creo que no es muy bueno que vayas, mi corazón me dice que solo algo malo puede devenir de eso. Sin embargo, si realmente lo deseas, si ninguna otra cosa te hará feliz, podrás cumplir tu deseo. Ve a la feria y quédate todo el día. De hecho, si es que decides ir, debes prometerme que no regresarás hasta las seis en punto de la tarde.”

Ananda estaba encantada con la idea y le prometió al pájaro que cumpliría con todo lo que él le pedía. A la mañana siguiente partió temprano, incapaz de contenerse de tanta emoción que tenía por llegar. ¡La pasó de maravillas desde que llegó! Se hizo amiga de todos los que allí estaban, y teniendo suficiente dinero para gastar para sí y para los demás, en seguida se hizo muy popular. Vio todo lo que había por ver, e hizo todo lo que había por hacer, y la mañana pasó sin que ella se diera cuenta.

Por la tarde temprano llegó a la feria un extranjero, sobre el lomo de un blanco y hermoso caballo. Era muy alto y fuerte, y un caballero muy buen mozo, y estaba vestido en telas de seda y oro, como un príncipe.

Todos comenzaron a preguntarse por la identidad de este hombre y de donde venía, y al parecer nadie en toda la feria lo había visto antes ni sabía quien era. Todos hablaban sin embargo, sobre su bella figura, su fino caballo y sus ropas de príncipe, y a cada lado que iba, una pequeña multitud lo seguía, mirando curiosamente cada cosa que hacía. Ananda también lo vio, y cuando lo miró a los ojos toda su felicidad se borró de repente, y deseó no haber ido nunca a la feria, puesto que sabía que lo amaba con todo su corazón. Se alejó de sus amigos y se quedó observando al extraño hombre desde la distancia, sintiéndose muy desdichada.

-“¿Qué es lo que te ocurre, mi niña?” preguntó una vocecita ahogada. Y volteándose se encontró a una vieja señora, muy encorvada y con un rostro muy arrugado y perspicaz. “¿Qué es lo que te ocurre?” repitió.

Y como Ananda no parecía poder hacer otra cosa, le contó toda la historia.

-“Ay de mí, buena señora” dijo la niña, “me he enamorado de un joven y desconocido príncipe!”

-“¿Y qué es lo que te hace infeliz, entonces?” preguntó la vieja. “¿Porque no sueñas con casarte con el, si eres una hermosa joven?”

-“Es que ya estoy casada con el pájaro blanco.”, dijo Ananda en un suspiro.

-“Es como tiene que ser, querida. Es como tiene que ser.” Y la señora explotó en una ruidosa risa.

-“¿Cómo es eso?”, replicó Ananda bastante desconcertada.

-“Porque, mi querida, el príncipe desconocido es tu mismísimo pájaro blanco en su verdadera forma.”

Ananda no daba crédito a sus oídos. “Es que está hechizado, eso es todo”. Y habiendo dicho esto la vieja dio media vuelta y se alejó, pero Ananda corrió tras ella y tomándola del brazo la hizo frenar.

-“¡Dime, dime!”, le imploró. “¿Puedo romper el hechizo? ¿Hay alguna manera en que pueda volverlo a su forma de una vez y para siempre?”

-“¡Suéltame!”, gritó la otra. “¡Por supuesto que hay una manera! Vuelve a casa, ahora mismo antes de que él regrese. En su jaula de oro encontrarás algunas plumas. Tómalas y quémalas, y cuando regrese, él será hombre para siempre.”

Ananda le agradeció y corrió de vuelta a la cueva, llegando casi sin aliento a la puerta roja. Enseguida encontró la jaula de oro y las plumas blancas, y tal como le dijera la vieja, las llevó afuera y las quemó hasta que no quedó más que un manojo de cenizas. Luego se sentó feliz al lado de la puerta roja, esperando al Príncipe Pájaro Blanco.

No paso mucho tiempo hasta que lo vio acercarse a todo galope en su dirección, y ella corrió hacia a él a recibirlo. Pero cuando la hubo visto, la miró a los ojos muy entristecido.

-“Ananda,” le dijo, “has roto tu promesa volviendo a la cueva antes de las seis. ¡Nada bueno puede devenir de esto!” y acercándose a las cenizas que yacían a un costado le dijo. “Has quemado mis plumas, ¿no es cierto?”.

-“Si”, contestó Ananda comenzando a sollozar. “Pero lo hice para mantener tu forma de hombre por siempre, mi amado esposo.”

-“Al quemar mis plumas,” continúo, “has quemado mi alma, y ahora seré llevado lejos de aquí y ya no podremos vernos.”

-“¡No, no! ¡No digas eso!” -imploró Ananda-. “Si por mi culpa has perdido tu alma, seguramente haya una forma en que pueda recuperarla! No puedo perderte ahora que te tengo en tu forma verdadera!”

El Príncipe Pájaro Blanco la miró con ternura, pero había poca esperanza en su mirada y en sus palabras.

-“Porque has quemado mi alma, esta noche vendrá una horda de buenos y malos espíritus que pelearán por mí, y al cabo de siete días y siete noches los victoriosos me llevarán consigo. Y entonces ya no podré volver a ver a mi esposa. Sin embargo, existe una manera en la que puedes interceder, aunque me temo que es una tarea muy ardua para una mujer. Si durante esos siete días y siete noches en que los espíritus luchan por mí, tu puedes golpear con un bastón la puerta de nácar afuera del palacio, sin pausa ni descanso, entonces al final de ese tiempo la puerta se abrirá y podrás recuperar mi alma. Si puede hacer eso, los buenos y malos espíritus estarán forzados a retirarse, y tú y yo podremos vivir en paz, juntos y para siempre.”

-“Por supuesto,” gritó Ananda complacida, “¡no es una tarea tan difícil al fin y al cabo, y por el amor que te tengo la podré realizar con facilidad! ¡Dame el bastón y empezaré ahora mismo!”

Esa tarde, cuando el sol bajó, se aproximó un numeroso grupo de buenos y malos espíritus, tal como el príncipe había dicho que sucedería, y comenzaron su lucha en la entrada de la cueva, con estrepitosos ruidos que eran terribles de escuchar. Pero Ananda no los oyó, puesto que con su gran bastón estaba golpeando ya la puerta de nácar, toda esa noche, y el día siguiente, y el siguiente, sin frenar por un solo momento aunque estuviera extremadamente cansada y apenas pudiera mantenerse en pie. Por siete días y siete noches martilló en la puerta con el bastón y en la última hora pareció empezar a abrirse poco a poco. Sin embargo, en esa última hora sus fuerzas le fallaron, y cayó al suelo rendida e inconciente, tan dormida que no escuchó cuando los espíritus se llevaron a su esposo. Cuando finalmente volvió en sí y notó su ausencia no pudo contener su inmensa pena.

-“¡Con llorar no voy a lograr nada!”, se dijo a sí misma. “Voy a levantarme e iré en busca de mi príncipe, ¡aunque tenga que ir hasta el fin del mundo para encontrarlo!”

Entonces, secándose las lágrimas, tomó el bastón y salió de la cueva, aún cuando todavía se sentía muy fatigada y dolorida por la afanosa tarea.

Sería muy largo contar sobre el viaje que Ananda hizo, y de las aventuras que encontró en su camino. Recorrió distancias interminables sobre la faz de la tierra, sin parar a descansar, con el único objetivo de encontrar a su Príncipe Pájaro Blanco. Finalmente, un día mientras caminaba sobre un profundo y hermoso valle, escuchó la voz de su amado llamándola desde la cima de una montaña. Rápida y felizmente escaló hasta allí arriba, afrontando el terreno más duro y riesgoso que nunca había recorrido, pero cuando llegó a la cima no encontró a su esposo allí y estaba a punto de rendirse cuando escuchó su voz de nuevo, esta vez desde las profundidades del valle.

Corrió fatigada hasta abajo nuevamente, y allí sentado al borde de un arroyo estaba el Príncipe Pájaro Blanco esperándola. Con un grito de alegría Ananda corrió hacia él, y se abrazaron jubilosos y enamorados. Pero su dicha fue corta.

-“Mi querida esposa,” dijo el príncipe “estoy tan agradecido de lo que has hecho por encontrarme, pero lamento decir que tendremos que separarnos de nuevo. Los malos espíritus me tienen en su poder y me han hecho su aguatero, y durante todo el día viajo de la cima de la montaña a las profundidades de este valle transportando estos cubos de agua. Ahora debo volver a mi trabajo.”

-“Déjame ayudarte y quedarme contigo!” le suplicó Ananda. “¿Acaso no he llegado hasta el fin del mundo buscándote?”

-“No puedo concederte ese deseo” le contestó el Príncipe, “sin embargo, como tu amor es tan grande, quizá puedas hacer todavía otra cosa para salvar mi alma.”

-“¿Qué cosa?, ¡dime!” –y agregó: “nada puede ser tan difícil”.

-“Regresa, entonces,” dijo su esposo, “regresa a nuestro palacio y constrúyeme allí otra jaula de oro. Cuando este lista, siéntate frente a ella y canta una canción, y vuelca en tu canción todo tu amor por mí. Si tu amor es lo suficientemente fuerte, podrá ganar mi alma y llevarme de regreso al hogar, y el famoso hechizo que ha caído sobre mí se romperá de una vez por todas, y podremos vivir juntos y felices para toda la vida.”

En este punto de la historia, el Siddhi-kur frenó en secó y no dijo más nada.

-“¿Entonces? ¿Qué pasó? ¿Cantó Ananda la canción para ganar el alma del Príncipe Pájaro Blanco?” -preguntó el hijo de Khan, que tan interesado estaba en la historia que se olvidó por completo de Nagarguna y su consejo de mantener silencio.

-“¡Por supuesto que cantó!” contestó el Siddhi-kur, “y su canto estuvo tan lleno de amor y belleza como nunca antes se ha escuchado en una canción, aún hasta nuestros días. Pero ahora, has roto tu silencio, hijo mío, y eso me hace libre otra vez para volver a mi árbol de mango en el fresco bosque donde me encontraste. ¡Adiós! ¡Y sé más sabio en el futuro!”

Y habiendo dicho eso, el Siddhi-kur saltó de la espalda del Príncipe y en un santiamén desapareció en la distancia.

De nada le servía al Príncipe enojarse consigo mismo, solo había una cosa por hacer: volver el camino andado en busca del Siddhi-kur, puesto que nunca se atrevería a enfrentar a Nagarguna sin su tarea cumplida.

Entonces, dándole un mordisco a su torta mágica que nunca se terminaba, dio la vuelta y comenzó su nuevo camino hacia el norte.

Sobre la misma dura y pesada ruta caminó, enfrentándose a las mismas aventuras que otrora, hasta que llegó finalmente al jardín de los niños fantasmas y encontró al Siddhi-kur sentado en su árbol de mango sonriéndole desde allí arriba.

Habiéndolo capturado de nuevo y puesto en su espalda, se hicieron a la marcha una vez más y luego de un breve tiempo la mágica criatura habló:

-“Para decir verdad,”- dijo– “el camino es largo y ya estoy bastante cansado. Te suplico, Príncipe, cuéntame una historia para que las horas se pasen más rápido.”

Pero el Príncipe se mantuvo callado, y entonces continuó:

-“Veo que estás decidido a mantener su silencio, pero como aún puedes escuchar, te contaré yo una historia, un cuento maravilloso que nos hará pasar el tiempo más rápido y ameno. Y si no dices nada para prevenirme, entonces empezaré inmediatamente.”

Y luego de esperar un breve tiempo sin recibir respuesta del príncipe, el Siddhi-kur comenzó su segundo relato.

Textos de la siguiente obra

MYERS JEWETT, Eleonore; Wonder tales from Tibet; Little, Brown & Co; Boston; 1922

Traducción al español por Irene Lo Coco


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