Seis amigos
En un país lejano, muchos años atrás, vivían seis jóvenes amigos. Uno era el hijo del Mago, otro hijo del Herrero, el tercero era hijo del Doctor, el cuarto tenía por padre al Carpintero, el quinto al Pintor y el último era hijo del Príncipe. Todos estos jóvenes tenían la intención de seguir los pasos de sus padres, pero antes de sentar cabeza deseaban embarcarse en grandes aventuras.
- Vayámonos juntos –dijeron- a viajar por países desconocidos y quizá así nos encontremos con algo maravilloso que nos haga ricos hasta el final de los días, o al menos obtendremos buenas historias para contar al regresar a nuestros vecinos.
Llegaron entonces a un acuerdo y un cierto día muy temprano por la mañana salieron los seis amigos a comenzar su viaje. Por varios días anduvieron eligiendo siempre el camino menos frecuentado, alejándose más y más de su conocido país, adentrándose en tierras extrañas. Sin embargo, ninguna aventura cruzó su camino.
Finalmente llegaron a un pequeño lago redondo en el cual desembocaban seis arroyos provenientes de distintas direcciones. El hijo del Herrero dijo:
- Amigos, hay aquí seis arroyos, uno por cada uno de nosotros. Supongamos que nos separamos siguiendo cada uno el curso de un río. Puede ser que la Dama Aventura sea muy tímida para hacer aparición cuando estamos todos juntos, mientras que estando separados nos traerá grandes sorpresas.
Dicho esto, y estando los otros cinco de acuerdo, habló el hijo del Mago:
- ¡Les digo más! Plantemos seis pequeños árboles, uno en la boca de cada arroyo, y lanzaré un hechizo sobre ellos para que se marchiten si algún mal llegara a sus raíces.
- ¡Espléndido! -dijo el hijo del Doctor-. Volveremos a este sitio en exactamente un año y un día, y si alguno de nosotros falta y su árbol esta marchito seguiremos su arroyo para rescatarlo del peligro en el que se encuentra.
Los otros cuatro amigos estaban encantados con las sugerencias, y los seis jóvenes pusieron manos a la obra para plantar su árbol. Cuando hubieron terminado, se paró cada uno a un lado de su arroyo mientras que el hijo del Mago iba de árbol en árbol lanzando su hechizo. Luego, con muchos apretones de manos y deseos de buenaventura, los seis amigos partieron, cada uno desapareciendo por el camino que su arroyo le marcaba.
Seguiremos primero la suerte del hijo del Príncipe. La vegetación al costado de su río era muy densa haciendo su andar lento y difícil. Deambuló todo el día, sin encontrar un camino abierto y escuchando tan solo el rumor del agua a su lado. Pero eventualmente las orillas del fino arroyo comenzaron a ensancharse, y al anochecer llegó a una gran pradera con un pozo de agua en el medio y un bosque oscuro algo más allá. Estaba cansado y acalorado por la larga caminata así que cuando alcanzó el pozo, se sentó a un lado a descansar y refrescarse. No había estado allí mucho tiempo cuando vio acercarse a una bellísima mujer con un cántaro en el hombro. Su cabello era largo y negro, llevaba un vestido blanco y caminaba descalza por la hierba a paso ligero. Encantadora de ver, a cada paso que daba una flor surgía del suelo, dejando una huella de hermosura. Mientras el hijo del Príncipe observaba maravillado a la muchacha, ésta se acercó al pozo y bajó su cántaro. El joven se paró de un salto y tomando la jarra se ofreció a recolectar el agua por ella. Sin decir una palabra, ella le permitió recolectar el agua y observó que el cántaro estuvo lleno se dio vuelta y se alejó por el prado dejando que el joven la siguiera con el recipiente.
Por los campos y hacia el bosque se dirigieron, adentrándose en la penumbra. La doncella caminando a paso firme y sin problema por entre los árboles, pero el hijo del Príncipe tenía grandes dificultades para seguirle el paso, tropezando a cada rato y encontrando el cántaro cada vez más pesado. Finalmente el bosque se volvió tan oscuro que no podía ver nada más que el brillo de los blancos vestidos de la muchacha, y el cántaro se volvió tan pero tan pesado que creía que su hombro iba a quebrarse en cualquier momento. Pero estaba determinado a no perder de vista a su extraña y hermosa guía.
De pronto se encontraron frente a una pequeña cabaña con una vela brillando en la ventana. Cuando se acercaron, un hombre de cabellos blancos y figura encorvada y una mujer arrugada abrieron la puerta.
- Adelante, hija mía –dijo el anciano haciéndole señas para entrar-, ¿has traído al hijo del Príncipe?
- Sí, Padre -respondió ella, y su voz era tan hermosa como su rostro.
El hijo del Príncipe entró a la cabaña muy intrigado y la puerta se cerró tras él. Sin ninguna explicación, los ancianos lo sentaron a la mesa y le sirvieron una sencilla pero sabrosa comida, mientras que la muchacha se retiraba a una de las habitaciones.
Cuando el joven terminó de cenar, como si le respondieran a las dudas de su mente, el viejo le dijo:
- Seguramente te estarás preguntando, hijo mío, quién es la doncella que has seguido por el bosque y que te ha traído a nuestra humilde morada. Lo cierto es, señor, que poco podemos decirte nosotros sobre ella. No sabemos cuándo vendrá nuevamente por aquí, pero cada vez que lo hace la recibimos como a nuestra propia hija. La primera vez fue hace algunos años, la encontramos en la puerta de nuestra cabaña; era una pequeña y risueña doncella, la más bella que el sol ha visto jamás, con los más finos vestidos. La adoptamos con alegría y vivió entre nosotros desde entonces, sin decir jamás palabra alguna sobre su procedencia. Debe ser hija de algún rey, o la niña de un buen espíritu. Últimamente ha estado hablando mucho sobre un giro en su vida, sobre el hijo de un Príncipe, y muchas otras cosas que nosotros no hemos entendido.
A decir verdad, nuestros corazones se han entristecido pensando en su predicción, si contrajera matrimonio ello significaría la separación de nosotros, que la queremos como a nada en el mundo.
En este punto el hijo del Príncipe interrumpió al anciano diciendo:
- Te ruego, Padre, que no estés más triste. Escucha el deseo de mi corazón. Soy, en efecto, hijo de un Príncipe, y esta doncella es ante mis ojos la criatura más bella del universo. Habiéndola conocido, no tengo otro deseo en la vida más que casarme con ella y que vivamos juntos aquí en el bosque, en una cabaña que construiré con mis propias manos cerca de la suya. Estoy seguro que el destino decretará que eso así sea, o ¿acaso no he viajado tan largos caminos en busca de lo que fuera que la Dama Fortuna tenía pensado para mí?
- Que así sea, –dijo el otro- puesto que nuestra hija no te hubiera guiado en la oscuridad del bosque hasta nuestra cabaña si no fueras realmente el hijo del Príncipe. La bendición de este anciano está sobre ti.
Y entonces sucedió que el hijo del Príncipe se casó con la bella damisela de los bosques y vivieron juntos y felices en una pequeña cabaña de madera junto al hogar de los ancianos. Los días pasaron, incluso las semanas, y la pareja era más y más feliz pues parecía que nada en el mundo podía romper su buenaventura. Sin embargo un día, ¡que desdicha!, una terrible desgracia cayó sobre ellos.
Era un día de calor y juntos habían caminado de la mano hasta el río, disfrutando del paseo. El agua se les apetecía tan refrescante que la muchacha se sentó a la orilla para mojarse los pies y las manos, y cuando hizo esto, un anillo se resbaló de su dedo y se lo llevó la corriente antes de que pudiera rescatarlo. La pobre joven lloró tan amargamente que el marido se quedó estupefacto.
- Vamos –le dijo tratando de consolarla- que un anillo no vale tantas lágrimas. Mi querida, cuando vaya de nuevo al reino de mi padre ¡te compraré una docena de anillos más bellos que el que has perdido! Así que sécate las lágrimas y ya no pienses en él.
Pero la muchacha no hizo caso a sus palabras.
- Ese anillo, -le dijo-, es mágico y su pérdida nos traerá todo tipo de males.
Y no estaba errada en lo que decía. El anillo corrió río abajo, arrastrado por grandes distancias, hasta que llegó a los magníficos jardines de un gran Khan. Uno de sus sirvientes lo levantó de la orilla y viendo que era una anillo especial y delicadamente trabajado, lo llevó de inmediato a las manos de su amo. El monarca lo miró con detenimiento y luego habló a sus ministros:
- Este anillo posee poderes mágicos y de seguro perteneció a una bella dama, quizá la hija de algún rey. Tómenlo, y adonde sea que los guíe, síganlo. Y si su dueño es en efecto una hermosa doncella, tómenla prisionera y tráiganla a mi reino que la haré señora de mi casa.
El ministro en jefe le hizo una reverencia, tomó el anillo y reunió a sus soldados y sirvientes para que lo siguieran en la misión que le había sido encomendada. Tan pronto hubo agarrado el anillo sintió que un extraño poder se adueñaba de él y cediendo a esta influencia se dejó arrastrar fuera de los jardines del Khan, siguiendo el curso del río arriba hasta la cabaña del bosque. De esta forma, muy pronto el ministro y sus soldados estuvieron parados frente a la puerta de la cabaña donde el hijo del Príncipe y su mujer habían estado viviendo felices hasta entonces, pidiéndoles que salieran. No osaron desobedecerles y el triste marido salió primero y la damisela detrás, llorando como si su corazón fuera a romperse. El ministro del Khan se la llevó dejando al joven sólo y desdichado en su pequeño hogar. Los ancianos estaban tan desechos de tristeza que creían se morirían, pero ni ellos se murieron ni el hijo del Príncipe hizo nada para rescatar a su mujer de las manos del gran Khan.
Mientras tanto la joven seguía al ministro en jefe hacia el palacio del monarca, quien al verla estuvo encantado ante tanta hermosura sin prestar atención alguna a sus lágrimas y súplicas para volver a su hogar. Fue nombrada jefe de los sirvientes reales y viviendo en el palacio debía estar siempre dispuesta al llamado del Khan. No había posibilidades de escaparse.
Los días pasaron y su pena y nostalgia por su marido se hicieron más grandes, hasta que comenzó a verse pálida y débil, y aquellos a su alrededor temían que cayera muy enferma y muriera. El mismo Khan notó el cambió en la muchacha e intentó uno y mil modos de alegrarla, siempre en vano, hasta que finalmente su preocupación mutó en cólera.
- Ese hombre –dijo el Khan a su ministro- está enfermando a la mejor de mis sirvientas. Si ella realmente se está marchitando por extrañar a su marido, ¡voy a resolver el problema inmediatamente!
De modo le ordenó llamar al verdugo de la corte. Luego se encontró con la muchacha y le murmuró unas palabras en el oído:
- Ya verás, cuando sepas que tu marido ha muerto y que no tiene sentido seguir añorándolo, te olvidarás de él y volverás a sonreír.
¡En vano suplicó la joven por la vida de su marido! Cuanto más lágrimas y ruegos derramaba, más enojado y determinado en su propósito se tornaba el monarca. Y entonces el verdugo partió acompañado de un número de soldados. Pronto llegaron a la cabaña del bosque, y sin más arrastraron con bruteza al hijo del Príncipe fuera de ella hacia un descampado donde había un antiguo pozo de agua, ya seco y abandonado. Al fondo de este pozo fue arrojado el joven y una gran roca fue puesta por encima. Allí, en las profundidades oscuras, el hijo del Príncipe se dejó morir, sin esperanzas de ser rescatado, ni deseos de vivir separado de su amada y bella mujer.
Sucedió entonces que el día siguiente era el día pactado por los seis amigos para reencontrarse a la vera del lago redondo donde desembocaban los seis arroyos. Fieles a su promesa, los otros cinco se reunieron y esperaron por el hijo del Príncipe. El día pasó lentamente pero éste no hacía aparición y recién entonces notaron que el árbol de su arroyo estaba caído y reseco.
- Nuestro amigo está en peligro o en problemas -dijo el hijo del Doctor- No perdamos más tiempo en ir en su búsqueda, pues incluso ya puede ser demasiado tarde para salvarlo.
Los otros amigos se alarmaron ante el mal augurio del hijo del Doctor y estaban prontos a partir cuando el hijo del Mago los detuvo:
- ¡Un momento! -dijo-. Por los poderes de mi magia puedo saber con precisión donde se encuentra nuestro amigo, y de esa forma podremos ir directo a él.
Invitándolos a sentarse y aguardar, dibujó un círculo en el suelo y parándose en el centro del mismo comenzó a recitar toda clase de encantos y a dibujar figuras y signos en el aire. Después de un rato borró el círculo y les anunció a sus amigos que conocía el paradero exacto del hijo del Príncipe.
- ¡Pero debemos darnos prisa! –agregó-, pues se encuentra en gran peligro y morirá si no le damos rescate.
De modo que partieron los cinco jóvenes a paso ligero. Caminaron toda la noche sin pausa ni descanso. Cuando asomó la mañana alcanzaron por fin el pozo donde su amigo estaba atrapado.
- ¿Cómo moveremos esta piedra? –se preguntaron angustiados al ver la inmensa roca tapando la boca del pozo.
- ¡Yo la moveré! -dijo el hijo del Herrero, y sacando el gran martillo de hierro que siempre llevaba en su cinturón se puso a trabajar sobre la piedra, rompiéndola en pedazos.
Cuando la boca del poco estuvo abierta, bajaron con prisa al hijo del Doctor, que encontró al hijo del Príncipe tendido en el suelo, muy blanco y quieto y próximo a la muerte.
- ¡Hicieron bien en elegirme a mí para bajar a buscarlo! -se dijo mientras sacaba su saco de medicinas.
Tomando una pequeña ampolla de un líquido color rojo, vertió su contenido en la boca del amigo inconciente, que enseguida comenzó a moverse y luego logró sentarse.
Con mucho esfuerzo fueron subidos hacia la boca del pozo y cuando estuvieron por fin a salvo, los seis amigos se abrazaron con sincero júbilo y cariño. Acto seguido, el hijo del Príncipe les narró sus aventuras y el triste desenlace. Los otros cinco lo oyeron con compasión e indignados con el gran Khan.
- ¡Tengo un plan! -habló de pronto el hijo del Carpintero-. Gracias a mi arte puedo construir un gran pájaro de madera, tan grande como para transportar a un hombre, y le pondré alas, bisagras y resortes para que vuele por el cielo.
- Y yo, -dijo el hijo del Pintor siguiendo la idea-, lo pintaré y adornaré con los colores más maravillosos, para que parezca un Pájaro del Paraíso.
A esta altura estaban todos muy entusiasmados y esperaban que el hijo del Carpintero pudiera decirles más.
- Y entonces -les dijo- el hijo del Príncipe volará en mi pájaro maravilloso hasta el palacio del Khan.
- Y cuando ese ruin dictador vea su belleza y su color, -interrumpió el hijo del Pintor-, correrá hasta al techo para recibirlo en su palacio real, y entonces…, y entonces…
- ¡Puedes rescatar a tu mujer y llevártela lejos de allí! -gritaron todos al unísono al hijo del Príncipe que estaba temblando de la emoción.
El hijo del Carpintero puso manos a la obra de inmediato, y en poco tiempo tuvo listo el maravilloso pájaro de madera, enorme, fuerte y poderoso, con unas grandísimas alas que lo llevarían a través del cielo. Luego el hijo del Pintor sacó sus pinturas y lo adornó con colores ricos y brillosos, dejándolo tan bello como un verdadero Pájaro del Paraíso. El hijo del Príncipe se subió a él tan pronto estuvo listo y entre los gritos de júbilo de sus amigos, presionó un resorte y se elevó en el aire. Lo condujo en línea recta, hacia la morada real del Khan.
Grande fue el júbilo en el palacio cuando vieron aparecer tan enorme y colorido pájaro en el cielo. Todos corrían y se preguntaban que significaría tal aparición, y el Khan era el más animado de todos.
- ¡Es un Pájaro del Paraíso! –gritó- ¿Acaso no ven el oro sobre sus alas? ¡Sin dudas viene a traerme un mensaje de los dioses! Debemos recibirlo como se merece.
Y entonces llamó a todos sus sirvientes reales, eligiendo a la mujer del hijo del Príncipe por sobre todos, y empujándola para que fuera pronto al techo del palacio a recibir al extraño mensajero en su descenso.
La muchacha corrió escaleras arriba y se quedó mirando maravillada al gran pájaro que volaba por encima de ella. ¡Imaginen su alegría cuando éste por fin aterrizó y vio subido a él a su amado esposo! En un segundo el joven la agarró por la cintura y antes que el asombrado Khan y su corte pudieran darse cuenta de lo que sucedía el “Pájaro del Paraíso” dejó el techo del palacio atrás y era ya una mancha distante en el cielo.
- ¿Y pudieron escaparse de aquél país? ¿Y fueron los cinco fieles amigos recompensados? –preguntó el Príncipe entusiasmado cuando el Siddhi- Kur hubo terminado la historia.
- ¡Pues, claro que sí! -le contestó y río alegremente la extraña criatura-, ¡el hijo del Príncipe y su bella esposa, y los dos ancianos, y los cinco compañeros vivieron felices y prósperos en un país hermoso hasta el fin de sus días! Pero ya ves, Príncipe, una vez más has hecho caso omiso a las ordenanzas de Nagarjuna, el sabio maestro. Has abierto tus labios y roto tu silencio y eso me hace libre de nuevo, ¡tan libre como mi árbol de mango detrás del jardín de los niños-fantasma!
Y con un grito el Siddhi-kur saltó de la mochila del Príncipe y corrió lejos, y el hijo del Khan tuvo que comenzar su búsqueda nuevamente.
- La historia que te voy a contar ahora -dijo el Siddhi-kur- es “El Secreto del Barbero del Khan”.
Una vez más estaba en la espalda del Príncipe, en camino hacia la morada del maestro Nagarjuna. El Príncipe asintió con la cabeza como todo acuerdo, pero determinado en no dejar que una sola palabra salga de sus labios, sin importar cuan interesante fuera la historia.
Entonces, acomodándose en el bolso, el Siddhi-kur comenzó a contar.
Textos de la siguiente obra:
MYERS JEWETT, Eleonore; Wonder tales from Tibet; Little, Brown & Co; Boston; 1922
Traducción al español por Irene Lo Coco
Ilustraciones: Maurice Day
En un país lejano, muchos años atrás, vivían seis jóvenes amigos. Uno era el hijo del Mago, otro hijo del Herrero, el tercero era hijo del Doctor, el cuarto tenía por padre al Carpintero, el quinto al Pintor y el último era hijo del Príncipe. Todos estos jóvenes tenían la intención de seguir los pasos de sus padres, pero antes de sentar cabeza deseaban embarcarse en grandes aventuras.
- Vayámonos juntos –dijeron- a viajar por países desconocidos y quizá así nos encontremos con algo maravilloso que nos haga ricos hasta el final de los días, o al menos obtendremos buenas historias para contar al regresar a nuestros vecinos.
Llegaron entonces a un acuerdo y un cierto día muy temprano por la mañana salieron los seis amigos a comenzar su viaje. Por varios días anduvieron eligiendo siempre el camino menos frecuentado, alejándose más y más de su conocido país, adentrándose en tierras extrañas. Sin embargo, ninguna aventura cruzó su camino.
Finalmente llegaron a un pequeño lago redondo en el cual desembocaban seis arroyos provenientes de distintas direcciones. El hijo del Herrero dijo:
- Amigos, hay aquí seis arroyos, uno por cada uno de nosotros. Supongamos que nos separamos siguiendo cada uno el curso de un río. Puede ser que la Dama Aventura sea muy tímida para hacer aparición cuando estamos todos juntos, mientras que estando separados nos traerá grandes sorpresas.
Dicho esto, y estando los otros cinco de acuerdo, habló el hijo del Mago:
- ¡Les digo más! Plantemos seis pequeños árboles, uno en la boca de cada arroyo, y lanzaré un hechizo sobre ellos para que se marchiten si algún mal llegara a sus raíces.
- ¡Espléndido! -dijo el hijo del Doctor-. Volveremos a este sitio en exactamente un año y un día, y si alguno de nosotros falta y su árbol esta marchito seguiremos su arroyo para rescatarlo del peligro en el que se encuentra.
Los otros cuatro amigos estaban encantados con las sugerencias, y los seis jóvenes pusieron manos a la obra para plantar su árbol. Cuando hubieron terminado, se paró cada uno a un lado de su arroyo mientras que el hijo del Mago iba de árbol en árbol lanzando su hechizo. Luego, con muchos apretones de manos y deseos de buenaventura, los seis amigos partieron, cada uno desapareciendo por el camino que su arroyo le marcaba.
Seguiremos primero la suerte del hijo del Príncipe. La vegetación al costado de su río era muy densa haciendo su andar lento y difícil. Deambuló todo el día, sin encontrar un camino abierto y escuchando tan solo el rumor del agua a su lado. Pero eventualmente las orillas del fino arroyo comenzaron a ensancharse, y al anochecer llegó a una gran pradera con un pozo de agua en el medio y un bosque oscuro algo más allá. Estaba cansado y acalorado por la larga caminata así que cuando alcanzó el pozo, se sentó a un lado a descansar y refrescarse. No había estado allí mucho tiempo cuando vio acercarse a una bellísima mujer con un cántaro en el hombro. Su cabello era largo y negro, llevaba un vestido blanco y caminaba descalza por la hierba a paso ligero. Encantadora de ver, a cada paso que daba una flor surgía del suelo, dejando una huella de hermosura. Mientras el hijo del Príncipe observaba maravillado a la muchacha, ésta se acercó al pozo y bajó su cántaro. El joven se paró de un salto y tomando la jarra se ofreció a recolectar el agua por ella. Sin decir una palabra, ella le permitió recolectar el agua y observó que el cántaro estuvo lleno se dio vuelta y se alejó por el prado dejando que el joven la siguiera con el recipiente.
Por los campos y hacia el bosque se dirigieron, adentrándose en la penumbra. La doncella caminando a paso firme y sin problema por entre los árboles, pero el hijo del Príncipe tenía grandes dificultades para seguirle el paso, tropezando a cada rato y encontrando el cántaro cada vez más pesado. Finalmente el bosque se volvió tan oscuro que no podía ver nada más que el brillo de los blancos vestidos de la muchacha, y el cántaro se volvió tan pero tan pesado que creía que su hombro iba a quebrarse en cualquier momento. Pero estaba determinado a no perder de vista a su extraña y hermosa guía.
De pronto se encontraron frente a una pequeña cabaña con una vela brillando en la ventana. Cuando se acercaron, un hombre de cabellos blancos y figura encorvada y una mujer arrugada abrieron la puerta.
- Adelante, hija mía –dijo el anciano haciéndole señas para entrar-, ¿has traído al hijo del Príncipe?
- Sí, Padre -respondió ella, y su voz era tan hermosa como su rostro.
El hijo del Príncipe entró a la cabaña muy intrigado y la puerta se cerró tras él. Sin ninguna explicación, los ancianos lo sentaron a la mesa y le sirvieron una sencilla pero sabrosa comida, mientras que la muchacha se retiraba a una de las habitaciones.
Cuando el joven terminó de cenar, como si le respondieran a las dudas de su mente, el viejo le dijo:
- Seguramente te estarás preguntando, hijo mío, quién es la doncella que has seguido por el bosque y que te ha traído a nuestra humilde morada. Lo cierto es, señor, que poco podemos decirte nosotros sobre ella. No sabemos cuándo vendrá nuevamente por aquí, pero cada vez que lo hace la recibimos como a nuestra propia hija. La primera vez fue hace algunos años, la encontramos en la puerta de nuestra cabaña; era una pequeña y risueña doncella, la más bella que el sol ha visto jamás, con los más finos vestidos. La adoptamos con alegría y vivió entre nosotros desde entonces, sin decir jamás palabra alguna sobre su procedencia. Debe ser hija de algún rey, o la niña de un buen espíritu. Últimamente ha estado hablando mucho sobre un giro en su vida, sobre el hijo de un Príncipe, y muchas otras cosas que nosotros no hemos entendido.
A decir verdad, nuestros corazones se han entristecido pensando en su predicción, si contrajera matrimonio ello significaría la separación de nosotros, que la queremos como a nada en el mundo.
En este punto el hijo del Príncipe interrumpió al anciano diciendo:
- Te ruego, Padre, que no estés más triste. Escucha el deseo de mi corazón. Soy, en efecto, hijo de un Príncipe, y esta doncella es ante mis ojos la criatura más bella del universo. Habiéndola conocido, no tengo otro deseo en la vida más que casarme con ella y que vivamos juntos aquí en el bosque, en una cabaña que construiré con mis propias manos cerca de la suya. Estoy seguro que el destino decretará que eso así sea, o ¿acaso no he viajado tan largos caminos en busca de lo que fuera que la Dama Fortuna tenía pensado para mí?
- Que así sea, –dijo el otro- puesto que nuestra hija no te hubiera guiado en la oscuridad del bosque hasta nuestra cabaña si no fueras realmente el hijo del Príncipe. La bendición de este anciano está sobre ti.
Y entonces sucedió que el hijo del Príncipe se casó con la bella damisela de los bosques y vivieron juntos y felices en una pequeña cabaña de madera junto al hogar de los ancianos. Los días pasaron, incluso las semanas, y la pareja era más y más feliz pues parecía que nada en el mundo podía romper su buenaventura. Sin embargo un día, ¡que desdicha!, una terrible desgracia cayó sobre ellos.
Era un día de calor y juntos habían caminado de la mano hasta el río, disfrutando del paseo. El agua se les apetecía tan refrescante que la muchacha se sentó a la orilla para mojarse los pies y las manos, y cuando hizo esto, un anillo se resbaló de su dedo y se lo llevó la corriente antes de que pudiera rescatarlo. La pobre joven lloró tan amargamente que el marido se quedó estupefacto.
- Vamos –le dijo tratando de consolarla- que un anillo no vale tantas lágrimas. Mi querida, cuando vaya de nuevo al reino de mi padre ¡te compraré una docena de anillos más bellos que el que has perdido! Así que sécate las lágrimas y ya no pienses en él.
Pero la muchacha no hizo caso a sus palabras.
- Ese anillo, -le dijo-, es mágico y su pérdida nos traerá todo tipo de males.
Y no estaba errada en lo que decía. El anillo corrió río abajo, arrastrado por grandes distancias, hasta que llegó a los magníficos jardines de un gran Khan. Uno de sus sirvientes lo levantó de la orilla y viendo que era una anillo especial y delicadamente trabajado, lo llevó de inmediato a las manos de su amo. El monarca lo miró con detenimiento y luego habló a sus ministros:
- Este anillo posee poderes mágicos y de seguro perteneció a una bella dama, quizá la hija de algún rey. Tómenlo, y adonde sea que los guíe, síganlo. Y si su dueño es en efecto una hermosa doncella, tómenla prisionera y tráiganla a mi reino que la haré señora de mi casa.
El ministro en jefe le hizo una reverencia, tomó el anillo y reunió a sus soldados y sirvientes para que lo siguieran en la misión que le había sido encomendada. Tan pronto hubo agarrado el anillo sintió que un extraño poder se adueñaba de él y cediendo a esta influencia se dejó arrastrar fuera de los jardines del Khan, siguiendo el curso del río arriba hasta la cabaña del bosque. De esta forma, muy pronto el ministro y sus soldados estuvieron parados frente a la puerta de la cabaña donde el hijo del Príncipe y su mujer habían estado viviendo felices hasta entonces, pidiéndoles que salieran. No osaron desobedecerles y el triste marido salió primero y la damisela detrás, llorando como si su corazón fuera a romperse. El ministro del Khan se la llevó dejando al joven sólo y desdichado en su pequeño hogar. Los ancianos estaban tan desechos de tristeza que creían se morirían, pero ni ellos se murieron ni el hijo del Príncipe hizo nada para rescatar a su mujer de las manos del gran Khan.
Mientras tanto la joven seguía al ministro en jefe hacia el palacio del monarca, quien al verla estuvo encantado ante tanta hermosura sin prestar atención alguna a sus lágrimas y súplicas para volver a su hogar. Fue nombrada jefe de los sirvientes reales y viviendo en el palacio debía estar siempre dispuesta al llamado del Khan. No había posibilidades de escaparse.
Los días pasaron y su pena y nostalgia por su marido se hicieron más grandes, hasta que comenzó a verse pálida y débil, y aquellos a su alrededor temían que cayera muy enferma y muriera. El mismo Khan notó el cambió en la muchacha e intentó uno y mil modos de alegrarla, siempre en vano, hasta que finalmente su preocupación mutó en cólera.
- Ese hombre –dijo el Khan a su ministro- está enfermando a la mejor de mis sirvientas. Si ella realmente se está marchitando por extrañar a su marido, ¡voy a resolver el problema inmediatamente!
De modo le ordenó llamar al verdugo de la corte. Luego se encontró con la muchacha y le murmuró unas palabras en el oído:
- Ya verás, cuando sepas que tu marido ha muerto y que no tiene sentido seguir añorándolo, te olvidarás de él y volverás a sonreír.
¡En vano suplicó la joven por la vida de su marido! Cuanto más lágrimas y ruegos derramaba, más enojado y determinado en su propósito se tornaba el monarca. Y entonces el verdugo partió acompañado de un número de soldados. Pronto llegaron a la cabaña del bosque, y sin más arrastraron con bruteza al hijo del Príncipe fuera de ella hacia un descampado donde había un antiguo pozo de agua, ya seco y abandonado. Al fondo de este pozo fue arrojado el joven y una gran roca fue puesta por encima. Allí, en las profundidades oscuras, el hijo del Príncipe se dejó morir, sin esperanzas de ser rescatado, ni deseos de vivir separado de su amada y bella mujer.
Sucedió entonces que el día siguiente era el día pactado por los seis amigos para reencontrarse a la vera del lago redondo donde desembocaban los seis arroyos. Fieles a su promesa, los otros cinco se reunieron y esperaron por el hijo del Príncipe. El día pasó lentamente pero éste no hacía aparición y recién entonces notaron que el árbol de su arroyo estaba caído y reseco.
- Nuestro amigo está en peligro o en problemas -dijo el hijo del Doctor- No perdamos más tiempo en ir en su búsqueda, pues incluso ya puede ser demasiado tarde para salvarlo.
Los otros amigos se alarmaron ante el mal augurio del hijo del Doctor y estaban prontos a partir cuando el hijo del Mago los detuvo:
- ¡Un momento! -dijo-. Por los poderes de mi magia puedo saber con precisión donde se encuentra nuestro amigo, y de esa forma podremos ir directo a él.
Invitándolos a sentarse y aguardar, dibujó un círculo en el suelo y parándose en el centro del mismo comenzó a recitar toda clase de encantos y a dibujar figuras y signos en el aire. Después de un rato borró el círculo y les anunció a sus amigos que conocía el paradero exacto del hijo del Príncipe.
- ¡Pero debemos darnos prisa! –agregó-, pues se encuentra en gran peligro y morirá si no le damos rescate.
De modo que partieron los cinco jóvenes a paso ligero. Caminaron toda la noche sin pausa ni descanso. Cuando asomó la mañana alcanzaron por fin el pozo donde su amigo estaba atrapado.
- ¿Cómo moveremos esta piedra? –se preguntaron angustiados al ver la inmensa roca tapando la boca del pozo.
- ¡Yo la moveré! -dijo el hijo del Herrero, y sacando el gran martillo de hierro que siempre llevaba en su cinturón se puso a trabajar sobre la piedra, rompiéndola en pedazos.
Cuando la boca del poco estuvo abierta, bajaron con prisa al hijo del Doctor, que encontró al hijo del Príncipe tendido en el suelo, muy blanco y quieto y próximo a la muerte.
- ¡Hicieron bien en elegirme a mí para bajar a buscarlo! -se dijo mientras sacaba su saco de medicinas.
Tomando una pequeña ampolla de un líquido color rojo, vertió su contenido en la boca del amigo inconciente, que enseguida comenzó a moverse y luego logró sentarse.
Con mucho esfuerzo fueron subidos hacia la boca del pozo y cuando estuvieron por fin a salvo, los seis amigos se abrazaron con sincero júbilo y cariño. Acto seguido, el hijo del Príncipe les narró sus aventuras y el triste desenlace. Los otros cinco lo oyeron con compasión e indignados con el gran Khan.
- ¡Tengo un plan! -habló de pronto el hijo del Carpintero-. Gracias a mi arte puedo construir un gran pájaro de madera, tan grande como para transportar a un hombre, y le pondré alas, bisagras y resortes para que vuele por el cielo.
- Y yo, -dijo el hijo del Pintor siguiendo la idea-, lo pintaré y adornaré con los colores más maravillosos, para que parezca un Pájaro del Paraíso.
A esta altura estaban todos muy entusiasmados y esperaban que el hijo del Carpintero pudiera decirles más.
- Y entonces -les dijo- el hijo del Príncipe volará en mi pájaro maravilloso hasta el palacio del Khan.
- Y cuando ese ruin dictador vea su belleza y su color, -interrumpió el hijo del Pintor-, correrá hasta al techo para recibirlo en su palacio real, y entonces…, y entonces…
- ¡Puedes rescatar a tu mujer y llevártela lejos de allí! -gritaron todos al unísono al hijo del Príncipe que estaba temblando de la emoción.
El hijo del Carpintero puso manos a la obra de inmediato, y en poco tiempo tuvo listo el maravilloso pájaro de madera, enorme, fuerte y poderoso, con unas grandísimas alas que lo llevarían a través del cielo. Luego el hijo del Pintor sacó sus pinturas y lo adornó con colores ricos y brillosos, dejándolo tan bello como un verdadero Pájaro del Paraíso. El hijo del Príncipe se subió a él tan pronto estuvo listo y entre los gritos de júbilo de sus amigos, presionó un resorte y se elevó en el aire. Lo condujo en línea recta, hacia la morada real del Khan.
Grande fue el júbilo en el palacio cuando vieron aparecer tan enorme y colorido pájaro en el cielo. Todos corrían y se preguntaban que significaría tal aparición, y el Khan era el más animado de todos.
- ¡Es un Pájaro del Paraíso! –gritó- ¿Acaso no ven el oro sobre sus alas? ¡Sin dudas viene a traerme un mensaje de los dioses! Debemos recibirlo como se merece.
Y entonces llamó a todos sus sirvientes reales, eligiendo a la mujer del hijo del Príncipe por sobre todos, y empujándola para que fuera pronto al techo del palacio a recibir al extraño mensajero en su descenso.
La muchacha corrió escaleras arriba y se quedó mirando maravillada al gran pájaro que volaba por encima de ella. ¡Imaginen su alegría cuando éste por fin aterrizó y vio subido a él a su amado esposo! En un segundo el joven la agarró por la cintura y antes que el asombrado Khan y su corte pudieran darse cuenta de lo que sucedía el “Pájaro del Paraíso” dejó el techo del palacio atrás y era ya una mancha distante en el cielo.
- ¿Y pudieron escaparse de aquél país? ¿Y fueron los cinco fieles amigos recompensados? –preguntó el Príncipe entusiasmado cuando el Siddhi- Kur hubo terminado la historia.
- ¡Pues, claro que sí! -le contestó y río alegremente la extraña criatura-, ¡el hijo del Príncipe y su bella esposa, y los dos ancianos, y los cinco compañeros vivieron felices y prósperos en un país hermoso hasta el fin de sus días! Pero ya ves, Príncipe, una vez más has hecho caso omiso a las ordenanzas de Nagarjuna, el sabio maestro. Has abierto tus labios y roto tu silencio y eso me hace libre de nuevo, ¡tan libre como mi árbol de mango detrás del jardín de los niños-fantasma!
Y con un grito el Siddhi-kur saltó de la mochila del Príncipe y corrió lejos, y el hijo del Khan tuvo que comenzar su búsqueda nuevamente.
- La historia que te voy a contar ahora -dijo el Siddhi-kur- es “El Secreto del Barbero del Khan”.
Una vez más estaba en la espalda del Príncipe, en camino hacia la morada del maestro Nagarjuna. El Príncipe asintió con la cabeza como todo acuerdo, pero determinado en no dejar que una sola palabra salga de sus labios, sin importar cuan interesante fuera la historia.
Entonces, acomodándose en el bolso, el Siddhi-kur comenzó a contar.
Textos de la siguiente obra:
MYERS JEWETT, Eleonore; Wonder tales from Tibet; Little, Brown & Co; Boston; 1922
Traducción al español por Irene Lo Coco
Ilustraciones: Maurice Day
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