El presente relato, pertenece al libro Maravillosas historias del Tíbet de Eleonore Myers Jewett, que recopila narraciones orales, de origen indio, esparcidas a lo largo de los siglos por una vasta geografía.
En él, como en el libro de Las Mil y Una Noches, las diferentes historias se concatenan en base a la relación entre dos personajes principales: el Príncipe del Lejano País del Este y el Siddi-Khur, un extraño personaje mitológico que se ha instalado en forma definitiva en el imaginario de los niños de las culturas india, tibetana, china y mongola.
El Siddi-khur y sus fantásticas narraciones, no son del todo desconocidas en el mundo anglo-parlante (la obra en inglés de Myers Jewett, de principios del siglo XX, no era pionera en tal sentido). Por alguna rara y lamentable razón, sin embargo, no se han traducido hasta el día de hoy a la lengua española.
Debido a ello, es para nosotros una gran alegría inaugurar la sección Seda Niños, con una primera entrega de la obra, que incluye el prefacio de la misma autora y parte de la introducción a la saga, sección titulada El astuto príncipe y el hermano tonto. La exquisita ilustración que acompaña al texto es obra de Maurice Day. El trabajo de traducción al español, desde el original en inglés, corresponde a Irene Lo Coco (revista Seda)
Prefacio
El Siddi-khur es una criatura extraña y misteriosa. Es tan antiguo que nos es imposible adivinar su edad, y ha recorrido tantos kilómetros desde el lugar en que fue originado, que no podemos saber cuánto de él ha sido siempre así, y cuánto ha variado a lo largo de los años y lugares. Pequeños niños y niñas de una India muy lejana en el tiempo fueron los primeros en oír las historias relacionadas con la figura del Siddi-khur, relatos maravillosos y mágicos que siempre finalizan conduciéndonos a otro, invitándonos a seguir.
Desde India, en algún momento aún desconocido, tribus nómades, o tal vez solitarios viajeros ocasionales, transfirieron los cuentos a las altas tierras del Tíbet. Allí estos crecieron y florecieron, hasta que el Siddi-khur , con su ingenio y pintoresco sentido del humor, y el siempre perseverante hijo del Gran Khan, se volvió tan familiar para los niños kalmukos y tibetanos como lo son San Jorge y su dragón entre los nuestros.
Algunos viajeros europeos, oyendo tales historias y advirtiendo su particular cualidad, su preciosismo descriptivo, sus divertidas aventuras, las coleccionaron y las llevaron a sus hogares. Finalmente fueron publicadas por primera vez en 1866 por un estudioso alemán, Bernhardt Jülg, bajo el título “Kalmükische Marchen”. A partir de ésta obra y de su versión inglesa (“Sagas del Lejano Oriente”, de R.H.Busk, 1873) desarrollé los cuentos, cambiando y adaptándolos libremente al gusto y ética occidental.
No mucho tiempo atrás, en un verano tan caluroso como feliz, los narré por primera vez a un pequeño grupo de niños y niñas. Su interés y entusiasmo me convencieron de la necesidad de aunarlos en un mismo libro. La repetición de ciertos elementos, los caracteres de los personajes, la atmósfera que ofrecen esas tierras lejanas con sus extraños habitantes, y la constante aventura de la búsqueda, brindan a Maravillosas Historias del Tíbet de aquel ambiente encantado de la infancia, que no conoce épocas, lugares, ni razas; razón por la cual han perdurado por tanto tiempo y viajado tan lejos, y razón también por la que creo que interesarán a los niños y niñas de América.
Eleonore Myers Jewett
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El Astuto Príncipe y el Hermano Tonto
Hace muchísimo tiempo vivían en el Lejano Este un Príncipe y su Hermano, hijos del Gran Khan. El Príncipe era un joven inteligente y astuto, pero su Hermano era más tonto e ignorante de lo que se puede imaginar. El Gran Khan intentó en vano educar al haragán muchacho, y cuando ya no pudo pensar en más recursos, decidió enviarlo a la escuela de los sietes magos en una cueva en los límites de su reino. No existía nada en lo que a magia respecta, sea blanca o negra, buena o maligna, que estos siete sabios hombres no supieran; pero porque sus corazones eran crueles e injustos, dejaban lo bueno de lado y practicaban su arte con egoísmo y malicia.
Los magos aceptaron al Hermano tonto cuando el Khan se los propuso y prometieron enseñarle todo sobre el arte de la magia, sin embargo para sus adentros resolvieron que nada de esto aprendería y que sería simplemente su instrumento y ayudante. Y así fue. Durante siete años el Hermano tonto trabajo para los magos, y en todo ese tiempo nada aprendió, de modo que al final no sabía ni un poco más que al principio. Su hermano, el Príncipe, pesando que quizá las cosas no estarían yendo del todo bien, fue un día a la cueva y permaneció largo tiempo observando desde la ventana a su Hermano y a los siete magos trabajando. Tan inteligente era que al final del día dominaba no pocos trucos y conocimientos del mágico arte. No obstante, habiendo visto como se lo trataba a su Hermano y que no tenía sentido que se quedara más tiempo allí, lo instó a que saliera de la cueva y se fuera con él.
La mente del Príncipe estaba colmada de todos los maravillosos secretos de magia que esa misma tarde había aprendido, y estaba ansioso por hacer algunos intentos para probar sus nuevas habilidades, de modo que cuando estuvieron cerca del palacio, dijo:
- Hermano, ve al viejo establo detrás de la colina, y allí encontrarás un espléndido corcel tan blanco como la leche. Te ruego, llévalo cuidadosamente al mercado, véndelo, y tráeme el dinero de vuelta, pero recuerda esto: ¡bajo ningún pretexto lo dejes acercarse a la cueva de los siete magos!
- ¡De buena gana!, dijo el Hermano tonto, y partió prontamente al establo.
Era muy lento y apagado para sorprenderse ante la vista de tan hermoso corcel allí parado donde antes no había ningún caballo, y tan solo pensó que era una lástima venderlo tal como el Príncipe le había pedido, mucho mejor idea le parecía quedárselo para él. En todo caso, podría ir dar una cabalgata y quizá pasar por la cueva para mostrarle a sus amigos, los hombres sabios, su nueva posesión.
Apenas se hubo formado este pensamiento en su mente y montado el corcel, éste se precipitó, veloz como el viento, hacia el camino que conducía a la cueva de los magos. Tarde recordó el Hermano tonto la advertencia del Príncipe de evitar ese lugar de todos los lugares; y le fue imposible dirigir al caballo a derecha o izquierda, o detener su carrera, hasta que finalmente se detuvo por sus propios medios ante la mismísima entrada de la cueva prohibida. El muchacho se bajó e intentó con todas sus fuerzas empujar al corcel y llevarlo hacia el palacio, le habló primero, lo regaño después, e incluso golpeó y pateó a la pobre bestia sin éxito alguno. De repente, levantando la vista, vio a los siete magos parados en fila y sonriéndole.
- Es inútil -dijo uno–, jamás podrás mover a este caballo más allá de esta puerta, de modo que mejor sería que nos lo vendas.
- Muy bien -dijo el Hermano tonto malhumorado, dándole la última patada-. ¿Cuánto me dan por él?
Los magos bien sabían que no era éste un caballo común y corriente, sino el Príncipe mismo que haciendo prueba de sus habilidades de mago había cambiado su forma a la del galante corcel.
Por medio de sus encantos y hechizos habían logrado atraerlo directo a la cueva, ya que habiendo sabido que el Príncipe era conocedor de las artes, se habían propuesto el vil plan de destruirlo. Negociaron entonces con el tonto Hermano el precio que pagarían por el caballo, y luego lo mandaron de nuevo a su casa sin que este siquiera sospechara que estaba dejando a su propio hermano atrás.
- ¡Dios mío! -pensó el pobre Príncipe- ¡a llegado mi última hora! ¡Por todos los poderes escondidos de la magia, que alguna criatura viviente venga en mi auxilio y me permita tomar su forma y escapar!
Frente a la cueva de los magos corría un arroyo, y apenas hubo el Príncipe expresado su deseo un pequeño pececito se acercó nadando. Tan rápido como un relámpago, el gran corcel blanco desapareció ya que el Príncipe se había transformado ahora en aquel pez que se escapaba nadando a toda prisa. Los magos vieron a su presa evaporarse e inmediatamente se transformaron también ellos en siete grandes peces para perseguirlo. Por los charcos y profundidades del arroyo avanzaron, el pequeño pez delante y los siete más grandes acechando sin parar y a toda velocidad hasta que casi lo alcanzaron.
- Oh, Dios mío -exclamó el Príncipe en la carrera-, ahora sí me ha llegado la hora. ¡Por todos los poderes de los hechizos mágicos, que alguna criatura viviente se acerque y pueda así tomar su forma y escapar!
Tan pronto dijo esto un ave voló apenas por encima de la superficie del arroyo, y en un santiamén el pececito desapareció, y el Príncipe se encontró volando ligero sobre los campos en el cuerpo de un paloma blanca. Pero no fue lo suficientemente rápido como para evitar que los siete magos lo vieran y se convirtieran en siete grandes halcones que ahora lo sobrevolaban. El Príncipe fue tan rápido como el viento sobre las colinas y los valles, y habiendo recorrido una gran distancia, ya cansado y con el último aliento, llego a la cima de una altísima montaña. En el corazón de este monte encontró una cueva, hogar de un buen y sabio ermitaño que llevaba por nombre Nagarjuna[1]. El Príncipe creyó ver allí un refugio y con los halcones ya casi encima suyo se precipitó hacia la puerta de la cueva, golpeándola estrepitosamente. Nagarjuna la abrió y la paloma entró y cayó extenuada en el piso.
- ¿Cuál es el problema, pequeña criatura? -preguntó el ermitaño mientras levantaba a la paloma del suelo y la sostenía en sus brazos con dulzura.
- ¡Estoy siendo perseguido! -contestó el Príncipe aún jadeando-, mi vida está en peligro. ¡Te suplico, buen señor, escúchame y haz lo que te pido, y entonces quizá pueda salvarme! Hizo una pausa para recobrar el aliento y en ese mismo momento golpearon a la puerta.
- Ahora mismo, se encuentran allí parados siete hombres en blancas vestiduras. Antes que abras la puerta, déjame tomar la forma de la cuenta más grande del collar que llevas colgado de tu cuello. Cuando ellos entren te lo pedirán, tú concédeles su deseo pero no sin antes romper el hilo que lo une de modo que todas las cuentas caigan al piso. Si tú haces esto, yo haré el resto por medio del poder de mi magia.
Mientras tanto, el golpeteo de la puerta se hacía cada vez más intenso, y prometiéndole al Príncipe que haría lo que él pedía, Nagarjuna la abrió. Desde afuera lo miraron lo siete hombres de pelos y vestidos blancos. Muy sabios y viejos parecían, pero sus ojos mostraban el brillo de su maldad.
- ¿Qué se les ofrece, señores? -dijo Nagarjuna. Los hombres dieron un paso adelante mirando todo alrededor, y finalmente fijaron la atención en el collar del ermitaño. La paloma blanca, por supuesto, ya había desaparecido para entonces.
- Le suplico -dijo el más destacado de los siete hombres-, déjenos tener el collar que lleva colgado de su cuello. Hemos oído mucho de usted y vinimos desde tierras muy lejanas a verlo. Estaríamos muy agradecidos si pudiéramos llevarnos un regalo suyo.
- Se los daré con orgullo -contestó el ermitaño, pero al sacarse el collar por encima de la cabeza logró romper el hilo y las cuentas cayeron rodando; todas menos la más grande, que se quedó atada al hilo. Y las cuentas se convirtieron de pronto en lombrices serpenteando por el suelo y los siete magos tomaron la forma de siete aves de corral que picoteando se las comieron.
Poco después, la última cuenta cayó y apenas tocó el piso se convirtió en un joven, el mismísimo Príncipe con su distinguido porte. Llevaba en la mano un bastón con el cual golpeo a las aves hasta darles muerte y las sacó fuera de la cueva, donde se convirtieron en los cuerpos de los siete magos.
Luego se dio la vuelta exhausto, y entró en la cueva, pero Nagarjuna lo miró fríamente y con disgusto.
- Has actuado con malicia, hijo mío -le dijo-, y le has quitado la vida a esos siete hombres. No serás fácilmente perdonado.
El Príncipe bajo la cabeza humildemente ante Nagarjuna.
- Es cierto lo que dices -habló–. No deseaba la muerte de esos hombres, pero su maldad amenazaba mi vida y no tuve alternativa. Solo para defenderme actúe de ese modo.
- Aún así -le contestó Nagarjuna-, y bien sé que tu corazón no tiene maldad, y que solo porque no conocías otra forma mejor de defenderte cometiste ese crimen. Sin embargo del mismo modo que todas las buenas cosas deberán ser cumplidas, todas las malas deberán ser evitadas. Si tu conocimiento hubiese sido perfecto no hubieses encontrado necesario quitarle la vida a ninguna criatura viviente, ni siquiera en defensa personal.
- Entonces, señor -dijo el Príncipe-, déjame quedarme contigo y aprender de ti. Estoy apenado por mis actos, muestra de mi ignorancia, y cualquiera sea la tarea que me pidas que haga, sin importar cuan ardua será, la haré fielmente para mostrar mi sincero arrepentimiento.
- ¡Bien dicho! -y Nagarjuna sonrío al Príncipe. Si mantienes este espíritu humilde, cuando llegue tu momento de gobernar estas tierras, serás un rey sabio y bondadoso, y tu pueblo será feliz y próspero bajo tu dominio. Ahora, te daré una tarea digna de un hombre valiente y habilidoso, y cuando la hayas cumplido podrás quedarte conmigo y buscar la sabiduría hasta que sea el momento de convertirte en rey.
El Príncipe y el ermitaño se sentaron inmediatamente en el suelo de la cueva (que carecía de cualquier tipo de amueblado) y Nagarjuna le contó todo sobre este trabajo que el Príncipe debería hacer.
- En un país muy lejano, existe una criatura llamada Siddi-khur. Muy extraño es él, de oro macizo de la cintura para arriba y de esmeraldas de la cintura para abajo, con una cabeza de perlas y una corona brillosa encima. El Siddi-khur es una criatura mágica –buena magia- y la tierra en la que él se encuentre será bendecida por el conocimiento, la riqueza y la larga vida. Ahora, si eres capaz de capturar al Siddi-khur y traerlo aquí, lo ubicaremos en un fresco bosque en la cima de esta montaña y entonces tu gente y la mía serán las más bendecidas. Tendrán oro en abundancia, y lo que es aún mejor, tendrán sabiduría y conocimiento, y larga vida para usarlos.
- Esta es por cierto una tarea noble -dijo el Príncipe-.Y con gran honor la llevaré a cabo. Solo dime como puedo encontrar al Siddi-khur y como debo capturarlo.
- Escucha atentamente mis palabras -contestó el ermitaño.
Durante más de una hora hablaron, y Nagarjuna le contó al Príncipe todo lo que debía saber para llevar adelante su tarea. Le advirtió de todos los peligros que se encontraría en el camino y como debería enfrentarlos para salir victorioso. El Príncipe hizo muchas preguntas y guardo todo lo dicho en su memoria. Finalmente Nagarjuna se levantó y trajo un hacha, un saco, una cuerda y una canasta que ubicó delante del muchacho.
- En esta canasta -le dijo extendiéndosela- están los granos de cebada que usarás del modo que te expliqué y también una torta que crece eternamente, sin importar cuando de ella comas. La torta te salvará del hambre mientras que los granos de cebada te cuidarán del miedo.
Luego, levantando el hacha, el saco y la cuerda, continuó.
- Cuando finalmente encuentres al Siddi-khut, le dirás que es está el Hacha Mágica Luna blanca, que éste saco es el Maravilloso Saco de los Muchos Colores, en el cual aunque parezca muy pequeño, hay espacio para guardar un centenar de criaturas. Y que ésta, es la Cuerda de los Cien Hilos, y que cada uno es suficientemente fuerte como para sujetar al buey más grande. Cuando le hayas mostrado todo esto, se rendirá a tu voluntad. ¡Levántate entonces, hijo mío, y comienza tu viaje, y traerás paz y buena fortuna a estas tierras!
El Príncipe se levantó, su corazón rebosante de coraje, y poniendo sobre su hombro el saco, la cuerda y el hacha, y en la mano la canasta se volvió a darle el adiós a Nagarjuna.
- Una última cosa -dijo el ermitaño-, y esto es más importante que todo lo que te he dicho hasta ahora. Una vez que hayas capturado al Siddi-khur y lo hayas cargado en el saco sobre tu espalda, procura no abrir tu boca por ningún motivo. ¡No debes decir una sola palabra hasta que llegues a mi cueva y me hayas entregado al Siddi-khur!
Prometiendo recordar esta advertencia por sobre todo lo demás, el Príncipe se despidió de Nagarjuna recibiendo su bendición, y partió con paso rápido y un corazón ligero hacia su gran aventura.
Textos de la siguiente obra
MYERS JEWETT, Eleonore; Wonder tales from Tibet; Little, Brown & Co; Boston; 1922
Traducción al español por Irene Lo Coco
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