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China, convertida en la segunda potencia mundial, ve lastrado su futuro por las disparidades sociales

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Como la noche y el día. Arriba, una familia agricultora que vive en cuevas.
Debajo, jóvenes de ciudad.
:: ZIGOR ALDAMA


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No es plata todo lo que reluce. China se ha convertido en la segunda potencia económica mundial y el Gran Dragón escupe fuego con más fuerza que nunca, pero los datos macroeconómicos esconden las sombras a las que no llega la luz de los destellos de neón de su brutal desarrollo. Pekín, Shanghái o Cantón emergen como los nuevos centros financieros del siglo XXI y se convierten en Eldorado de las multinacionales. Sí. Y provincias como Zhejiang, Jiangsu, Guangdong o Tianjin se erigen como el futuro de las manufacturas que combinan alta tecnología y costo moderado. Cierto. No obstante, gran parte del territorio y de la población del gigante asiático se mueve a una velocidad diferente. La brecha se ensancha y el terremoto social acecha sin terminar de materializarse. Es el desequilibrio que caracteriza a la China actual.

El pueblo de Taigu, en la provincia central de Shanxi, es un buen ejemplo de esos lugares que a nadie en el Partido Comunista le interesa mostrar. El único ordenador que había cayó víctima de un virus informático hace ya varios meses. Desde entonces, y a pesar de las reiteradas peticiones del director de la escuela, nadie ha ido a repararlo. Sin duda, en Taigu no puede vivir ninguno de los 417 millones de internautas chinos.

Los oxidados platos de satélite dejan claro que la televisión tiene gran aceptación entre los vecinos de esta localidad en la que, todavía, la mayoría vive en viviendas excavadas en la montaña. En cuevas. «Es el único entretenimiento que tenemos cuando se va el sol, siempre que no se vaya también la electricidad, claro», bromea Liu Runmei, agricultora, ama de casa y madre de dos hijas. A través de la pequeña pantalla, las dos adolescentes, de 8 y 13 años, se asoman a un mundo mágico de opulencia.

En las noticias aparecen los futuristas edificios de la Exposición Universal que se celebra en Shanghái, y las series de televisión muestran a jóvenes metrosexuales conduciendo lujosos BMW. Para ellos deben de ser las cremas que se promocionan en los espacios publicitarios, porque sus productos no se han visto nunca en Taigu. «Siento envidia», reconoce la hija mayor, Shi Lireng. «Quiero ir a una buena escuela, vivir en una gran ciudad, y comprar un apartamento normal para mis padres». Pero la realidad es tozuda, y las estadísticas resultan contundentes.

El coeficiente de Gini, que mide la desigualdad socioeconómica, alcanzó el año pasado en China 46,9 puntos (la perfección está en cero y la mayor disparidad posible en cien), cifra que supera ampliamente la media de los estados desarrollados de la OCDE y queda a la par de muchos países africanos. Desde que Deng Xiaoping decidió abrir las puertas de China al capitalismo, esa desigualdad no ha parado de crecer a pesar de que cada ocho años el país ha duplicado su PIB.

Liu Runmei no ha oído hablar nunca de Gini, pero sí sabe cuál es la renta de su familia: entre 2.200 y 2.500 yuanes al año (entre 247 y 280 euros), dependiendo de la calidad de la cosecha. Todavía está muy lejos de los 4.400 yuanes que el Gobierno estima como media del sector agrícola, una cantidad que Liu considera «imposible» de lograr en el futuro más cercano. «Por eso nuestros hijos no tienen las mismas oportunidades, y Lireng tendrá que convertirse en una emigrante». No estará sola. Se espera que en los próximos 15 años China viva el mayor éxodo del planeta: unos 300 millones de personas dejarán las zonas rurales para buscar un futuro mejor sobre el asfalto.

Y si el gigante no se desintegra, lo encontrarán. Que se lo pregunten a los trabajadores chinos que tienen en jaque a cientos de empresas extranjeras en las zonas manufactureras del país. Las huelgas se extienden a la velocidad de la luz, y la mano de obra barata deja de serlo a un ritmo cercano al 20% anual. También aumenta la productividad, y China es ya más competitiva que España. Sin duda el país se encuentra en un punto de inflexión. Porque con el incremento de los salarios que tanto preocupa a los fabricantes -algunos ya buscan territorios más baratos-, también se hace realidad una promesa que ha tardado en materializarse: el gran mercado interno del Gran Dragón.

El país de Mao cuenta ya con más milmillonarios que Japón, solo está por detrás de EE UU y la clase media se estima en unos 500 millones de personas. Más o menos los mismos que tienen acceso a Internet y al mundo globalizado. Su renta per cápita está todavía muy lejos de la europea, pero es suficiente para provocar una revolución económica como nunca antes se ha visto en el mundo. Porque los chinos quieren gastar.

Haihong Wang es un buen ejemplo. Como secretaria de una multinacional de electrónica, su sueldo mensual duplica la renta anual de la familia de Liu. De hecho, un pantalón que compró la semana pasada en Zara supera la media de los ingresos mensuales en Taigu. Así, no es de extrañar que en Shanghái no le quede ni un yuan para ahorrar. De hecho, ha comenzado a utilizar una tarjeta de crédito y busca pareja con capacidad adquisitiva similar para abandonar el piso compartido que alquila y comprar un apartamento con una hipoteca. Gracias a gente como ella, el HSBC, el mayor banco del mundo, considera que China será su principal fuente de beneficios.

Pero no solo el sector financiero tiene puestos sus ojos en la segunda potencia mundial. Son todos. China parece haberse convertido en un mundo paralelo que no sabe de crisis económicas y va a su aire. Solo así se entiende que en 2009 se vendieran más de diez millones de automóviles y que el consumo energético superase, por primera vez en la historia, al de Estados Unidos. Teniendo en cuenta que China es también el principal contaminante del planeta, el sector energético es un bombón para las empresas de tecnología nuclear y para las especialistas en renovables. El turismo vive un 'boom' que convertirá al país en el principal emisor de viajeros de aquí a una década, y pronto será ya el primer receptor.

Claro que Pekín no está dispuesto a dejar que sean solo otros los que den bocados a su jugoso pastel. La emergencia económica ha creado una constelación de empresas locales que, tras haber sacado provecho de la transferencia tecnológica y de gestión, están preparadas para dar el salto fuera. Su impacto se nota ya en el resto de Asia y en zonas de África y Latinoamérica, territorios que reciben con los brazos abiertos el nuevo soplo de Oriente sin ansias de colonización política, y las grandes multinacionales también sienten ya su aliento.

¿Amenaza u oportunidad? Es la gran pregunta que ha provocado siempre el despertar del Gran Dragón, todavía sin responder. La crisis económica de Occidente incluso ha añadido un nuevo elemento a la incógnita, ya que los chinos han aprovechado las gangas para hacerse con importantes empresas como Volvo. Según la compañía que la ha adquirido, Geely, no solo se mantendrán las operaciones en las fábricas europeas de la marca sueca, sino que esta vivirá un renacer sin precedentes.

Para ello se establecerá un nuevo núcleo productivo en China que tendrá una capacidad de producción cercana a las 300.000 unidades en un lustro, más que todos los coches que vendió en el mundo el año pasado.



Fuente: http://www.nortecastilla.es/v/20100808/economia/dragon-yang-20100808.html

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