El viajero llega a la estación de Pekín y saborea el momento de saltar al andén. Casi se suspende en el aire como en el baloncesto. Acaba de terminar su viaje y en lo que queda de año no le van a meter en un tren ni harto a birras. En la estación, muy moderna, busca a su amigo Ángel, que al final le ha ido a esperar. Se le hace raro llegar a un lugar tan remoto y encontrar un conocido, pero más extraño es para su amigo. Es la primera vez que va a buscar a alguien a la estación de Pekín, y no al aeropuerto. Por fin lo divisa, con su mujer, Ivana, y se dan un abrazo. Hace mucho que no se ven y el viajero está muy contento. Llega con agotamiento general y agradece caer en un hogar familiar.
Ángel Villarino es corresponsal de 'La Razón' y el diario mexicano 'Reforma', entre otros, pero además de un periodista fabuloso es un tío divertidísimo. Hay gente a la que, sin saber por qué, le ocurren cosas graciosas. El viajero debe de ser uno de ellos, y por eso lo mandan por ahí, a ver qué le pasa. Pero eso no es nada comparado con Ángel, que hasta tiene mensajes amenazadores de Bud Spencer en el móvil, tras plantarle en una entrevista por causas de fuerza mayor.
También se fue a vivir con una familia china para plantar arroz en un reportaje. Mandó una foto. Parecía un juego para acertar en cinco segundos qué hilera había hecho él. Todas eran rectas menos una fila de matojos que hacía eses. Así va por el mundo, sobrevive milagrosamente.
También se fue a vivir con una familia china para plantar arroz en un reportaje. Mandó una foto. Parecía un juego para acertar en cinco segundos qué hilera había hecho él. Todas eran rectas menos una fila de matojos que hacía eses. Así va por el mundo, sobrevive milagrosamente.
La estación está en una plaza inmensa con rascacielos. Es el centro de Pekín. Le dicen que basta para hacerse una idea de la ciudad, pues lo demás es igual, todo nuevo. China está que se sale, eso ya lo sabe todo el mundo, y despierta una enorme curiosidad. Porque asusta, es un acertijo que puede esconder una respuesta chunga. ¿Qué quieren? ¿De qué van? ¿Nos van a invadir? ¿Pero no es una dictadura con cientos de ejecuciones? Y lo más importante: ¿es verdad que es todo tan barato? Sin embargo, la impresión en Pekín es de alegría y vitalidad, en unas calles que no resultan nada exóticas. Son como avenidas de Madrid y al viajero le fastidia un poco hacer ocho mil kilómetros en tren para sentirse en la Castellana. La globalización es así.
Sin duda, a los primeros emisarios rusos que hicieron el mismo camino a la ciudad, enviados por Iván el Terrible en 1567, les chocó más. Eran dos cosacos que exploraban tierras tártaras y a lo tonto fueron alargando el viaje. Seguro que uno decía: venga, un poquito más y nos volvemos. Reseñaban que en Pekín había muchas tabernas y gran cantidad de putas. Que las mujeres eran muy limpias, pero los hombres no. El emperador no les recibió, porque no llevaban regalos. La delegación rusa que negoció el primer tratado de China con un estado occidental, el de Nerchinsk en 1689, tardó dos años en llegar atravesando Siberia. Con regalos, claro. Fue gracioso, porque los chinos se presentaron con dos tipos de negro. Jesuitas. Se habían ganado a la corte de Kiang Hi por sus predicciones de astronomía, que superaron a los sabios locales. El primero, Matteo Ricci, había llegado un siglo antes, en 1582. Los jesuitas tradujeron el acuerdo y ayudaron a los chinos. Al fin y al cabo los rusos eran herejes, y los chinos sólo paganos. En la evangelización no hay amigos.
El viajero alucina con Ángel e Ivana porque chapurrean chino como si nada. Y sólo llevan allí un año. Van a clases y aseguran que apenas se defienden, pero da la impresión de que se las arreglan de maravilla. A ver si desmitificamos un poquito el chino. En el taxi hablan de cómo les va la vida. Están contentos. Dicen que los tópicos sobre los chinos son verdad, qué se le va a hacer, pero son muy buena gente. Les caen bien. Lo que peor llevan es la contaminación y el clima. No sólo es duro estar seis meses a menos quince grados, es que mucha gente en invierno no se ducha o no lava la ropa. Coger un taxi puede ser fatal. Por cierto, los taxistas a veces se ventosean con total naturalidad. Esperan a ver qué hace el suyo, pero no se da el caso. Va riéndose con una comedia radiofónica, que son muy populares. Pero hay mucho prejuicio. Los chinos no sólo inventaron el papel moneda, sino también el higiénico -a veces viene a ser lo mismo-. En el siglo XIV ya se hacía papel perfumado para los celestes culos de la familia imperial. Y también idearon el retrete con cadena en el siglo I.
Ángel e Ivana viven en una urbanización de rascacielos para extranjeros y chinos ricos. Cuando cogen el ascensor le dicen que se fije en los botones. Faltan el cuatro, el catorce, el veinticuatro... También el trece. Son muy supersticiosos y el cuatro da mala suerte. El nueve es el bueno y encarece los números de teléfono que lo tienen, así como los novenos pisos. Desde la ventana de casa, Ángel le indica el rascacielos de enfrente. Hay días que no se ve. El cielo suele ser una neblina de contaminación, humedad y polvo del Gobi. El viajero mira al sol directamente. Es como una luna o una bombilla débil. Al llegar a Pekín su amigo salía a correr y volvía como si se hubiera fumado dos paquetes. Así que ahora le da al ping-pong. Juegan mucho entre españoles y tienen una liguilla. El viajero le mira como si estuviera loco. «Ya. Es que el invierno es muy largo y hay que hacer algo», le explica. Luego se tumban a tomar cervezas. Hay que aprovechar estos momentos preciosos con los amigos, porque son muy pocas horas al año. Al viajero le ocurre cada vez más que un amigo es, por definición, alguien que está lejos. Así se repasa la vida, porque el resto del año uno sólo se hace monólogos. La existencia se convierte en un relato interno que apenas se revela y se pierde el hilo.
También hablan de periodismo y de lo mal que está, el vicio masoquista de los periodistas. En China los colegas sobreviven haciendo malabarismos, vídeos y tocando la armónica si hace falta. Los precios han caído a niveles de hace veinte años, y aunque al viajero le parece que en cada esquina hay un reportaje resulta que casi nadie quiere historias, sólo refritos de noticias. Así se muere el oficio. Ángel a veces piensa ¿pero qué hago yo aquí? Pero sólo son los días malos. Al viajero también le pasa, y a cualquiera. Es una duda de nacimiento. Él lo arregla con una tortilla de patatas.
Al atardecer dan un paseo y van a un lago muy mono a cenar. El restaurante está en un 'hutong', los viejos barrios de casas bajas arrasados por la modernidad. Quedan pocos y en esta zona los han convertido en garitos y restaurantes de gusto occidental. Al viajero le sorprende que el Tíbet también está de moda, hay puestos de ropa y yogur tibetano. Qué mecanismos tan perversos, mientras les zurran la badana. Pero alucina más cuando ve una churrería, montada por un español. La cena es deliciosa, muy picante, y lo arreglan con la cerveza más vendida del mundo, Tsingtao. La lata tiene la anilla de apertura que se tira, como antes, que estaban las playas llenas.
Bombas sexuales
Después entran en una tienda de DVDs falsos que abruma al viajero. Tienen todo lo imaginable del cine mundial. A un euro. Siente la tentación de hacer una pila de discos, pero está en una fase de austeridad que alterna con otras de compra compulsiva de películas. Está harto de tener más cosas de las que usa y dedicarse a la acumulación. Aun así no lo tiene claro. El viajero es un hombre de su tiempo, confuso y manipulable. No sabe si es ciudadano o consumidor. Ése es otro de los dilemas que plantea China. Pero hay algo emocionante en encontrar 'Ladrón de bicicletas' en una calle de Pekín y pensar que un chino puteado que va en bici puede conmoverse igual por primera vez.
Luego vagabundean por calles bulliciosas. Si Moscú, al inicio del viaje, es una ciudad seria, Pekín es una montaña rusa. El viajero se lo pasa como un enano. Cada cinco minutos se sorprende por algo. Por ejemplo, triunfa el helado de guisantes. También hay grupos de chinos que les paran para hacerse una foto con ellos. «Pasa mucho. Luego vuelven al pueblo y dicen que tienen un amigo extranjero», le cuenta Ángel mientras posa sonriente. Hay un enorme turismo interno, de los propios chinos, que empiezan a hacerlo por primera vez y algunos no han visto un occidental en su vida. También les aborda gente que quiere hablar inglés y practicar con alguien. Y, cómo no, se les ofrecen tías por la calle. Aseguran que son una bomba sexual. Al viajero le intimidan. No tiene madera de desactivador de explosivos.
Otra cosa muy graciosa es que hay gente que va por ahí en pijama. Ángel tiene una vecina rica, una señora elegante que cuando llega de trabajar se lo pone y sale a dar una vuelta por el barrio. Aunque parece que el tiempo libre es algo con lo que no saben muy bien qué hacer. Carecen del concepto de ocio. Cuando tienen un rato se duermen, porque curran como locos. En las empresas tienen problemas con eso, pues se van al baño a sobar. Uno entra en los lavabos y oye los ronquidos detrás de cada puerta. Pero, bueno, el viajero también lo hacía cuando iba a trabajar con resaca.
Vagando entre la multitud sonriente, Ángel le explica que los chinos aman la muchedumbre y el caos. Ahora también adoran Occidente, pero no pueden con el café, aunque lo intentan. Les parece muy amargo y se echan toneladas de azúcar. Occidente también está fascinado con China, de siempre. Ya en casa, el viajero piensa que llegar a este lugar donde vaguea en un sillón ha sido la obsesión de Occidente desde el siglo I antes de Cristo. Un enviado del emperador Wu-Ti descubrió entonces la vía hasta el Mediterráneo. Por ella empezó a llegar la seda. Los romanos flipaban con ella y Cleopatra se la ponía para cenar, pero no tenían ni idea de lo que era. Virgilio y Plinio pensaban que salía de los árboles. Los chinos guardaron en secreto el 'copyright'. El mamoneo con las patentes ha seguido hasta hoy. Los chinos copian todo, ya, pero también las marcas falsean sus propios productos. El colajet o las galletas campurrianas ya no saben como antes. Ni el regaliz rojo. Todo es más insulso o más químico. Los pantalones no duran nada y los aparatos se rompen antes. El viajero sigue pensando en el enigma chino y se duerme viendo anuncios de gelatinas de colores que se comen.
Fuente: http://www.eldiariomontanes.es/v/20100824/sociedad/destacados/ciudad-enigma-20100824.html
Fuente: http://www.eldiariomontanes.es/v/20100824/sociedad/destacados/ciudad-enigma-20100824.html
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