1.
El taxista escupe sin parar. Oigo el carraspeo de su garganta y me preparo, apretando los dientes, para el gargajo que indefectiblemente le sigue. Lleva guantes blancos que ya están marrones en las palmas. El taxi huele a un ambientador extraño con aroma a chocolate, como si el chocolate lo fabricaran en el laboratorio de Dexter. Las avenidas de Pekín son anchas y aún más grises que el aire. Son avenidas a una escala descorazonadora, hechas para infinitos desfiles de todos los ejércitos de la galaxia. "No van a dejar que nos paremos en Tiananmen", dice Xguei. "No dejan que ningún vehículo se pare".
Cuando oye el nombre de la plaza, el conductor se gira y empieza a gritar cosas que no entiendo. Xguei mira por la ventana, indiferente a sus gritos. El hermano mayor de Xguei desapareció en esta avenida una mañana hace veintiún años y nadie volvió a verle nunca. Nos acercamos a la plaza y Xguei me dice que en el próximo semáforo, cuando él me diga, abra la puerta y salga del coche. No pregunto por qué. Con Xguei me he acostumbrado a aceptar las cosas que quiere compartir conmigo y a no exigirle más. Cuando los dos saltamos del taxi, el taxista aúlla. Saltamos la valla que separa las aceras de la calzada y nos unimos a la gente que se dirige a la plaza. Hay parejas de policías por todas partes. Abren las mochilas y piden la documentación a todos los que tengan un aire vagamente estudiantil.
Me paro delante de un puesto de souvenirs donde veo imanes de nevera con la efigie de Mao, de Obama, de Lady Gaga y de Bin Laden. Están dispuestos de tal manera que parece que Mao sonría a Lady Gaga y esta le saque la lengua. Se me acerca un chico que me pregunta de dónde soy y le digo que de Barcelona, me dice que es estudiante de arte y que tiene una exhibición de grabados muy cerca, que le gustaría enseñármela. Le digo que sí, pero Xguei empieza a hablarle muy rápido con tono amenazador y el estudiante se escabulle. "No era un estudiante", me dice, "es una trampa para turistas, cuando llegas a la galería, no hay ninguna exhibición sino souvenirs de mierda y copias de bolsos". "No soporto que precisamente aquí se hagan pasar por estudiantes", añade. Y tiene razón. Este es el último lugar del mundo donde uno debería hacerse pasar por estudiante.
Seguimos caminando entre grupos de campesinos, parejas, policías, familias y turistas. Los niños llevan banderitas chinas en la mano. Todo el mundo hace fotos de todo. Plaza de la Paz Celestial. Me pregunto si la momia de Mao tendrá el mismo color cerúleo fosforescente de la momia de Lenin. Me pregunto si entra en los planes de Kim Jong Il exhibir su momia después de morir. "No fue en la plaza, donde los mataron, ni en esta avenida, los dispersaron por esas dos calles adyacentes y allí los asesinaron con fusiles y piedras y los aplastaron con tanques y camiones, cuando ellos creían que el peligro había pasado".
Toda la infancia de Xguei ha estado marcada por ese hermano que coleccionaba piedras y tocaba la guitarra eléctrica y estudiaba arquitectura y que desapareció una mañana de 1989 y del que nadie habla o del que murmuran aún las vecinas con reprobación. "En mi universidad, hay gente que cree que eso no ocurrió, que es un invento de la prensa internacional, que no mataron a nadie aquí, que la fotografía de los tanques es un fotomontaje y entonces, ¿mi hermano? ¿Nunca tuve uno? ¿Me he inventado un hermano imaginario como los niños? ¿Tampoco llegaron los americanos a la Luna?
Para mí, Tiananmen es una foto en blanco y negro de un chico delante de un tanque, para él es un vacío sin límites que no le deja avanzar en esta China entregada a Starbuck's donde es una rara avis cualquiera que se empeñe en no olvidar. Acabamos de atravesar la plaza en silencio. Doblamos una esquina, pasando delante de las residencias de los empleados del gobierno. "¿Tienes hambre?", dice Xguei; "Sí, un poco, ¿dónde me vas a llevar?, el sitio de ayer era estupendo". "¿A la calle de los fantasmas? ¿Quieres volver allí?". "Sí, llévame otra vez a la calle de los fantasmas". Xguei sonríe por primera vez esta mañana. "En realidad, sólo quieres ir por el nombre". "Y por el pato, por el pato también", digo. Paramos un taxi y esta vez el conductor no escupe ni grita y llegamos en silencio, cogidos de la mano a la calle de los fantasmas.
2.
Xiaoyan no entiende mi fascinación por la ropa tendida. Ni por los puestos de comida callejera. Las cosas que me gustan más de Shanghai son para ella la prueba final de que los extranjeros somos aún más tontos de lo que ella se imaginaba. Xiaoyan se parece a una joven Gong Li, tiene veinticuatro años, ha estudiado ingeniería aeronáutica y, por alguna razón que se me escapa, se empeña en que tengamos conversaciones de mujeres. Cuando le digo que lo más aburrido de las conversaciones de mujeres es hablar de hombres no me escucha. De hecho no me escucha nunca. Veo que cuando hablo, ella está pensando en lo que quiere preguntarme sin que mi respuesta vaya a modificar en absoluto lo que ella anticipaba. Todos mis intentos por hablar de algo que esté remotamente relacionado con la política son recibidos con una mueca de aburrimiento. Como tanta gente de su generación, no quiere saber nada de las cosas de "los de arriba". No la culpo, cuando un país tiene tantos milenios de historia y hace tan sólo unos cuantos los niños debían denunciar y escupir a sus padres si sospechaban que eran contrarrevolucionarios, la reacción más humana es la del avestruz.
Xiaoyan vuelve a la carga y me pregunta si en Barcelona los hombres se casan con mujeres chinas. Algunos, le digo. Y las mujeres allí, ¿se casan con hombres chinos? Supongo que sí, no conozco ningún caso, pero me imagino que habrá matrimonios de ese tipo, en fin, no sé... Frunce el ceño, no sé si está pensando o finge pensar. No sé cómo decirle que los únicos chinos que conozco en España son los de un restaurante y una frutería de mi barrio. Cuando hablamos en mi inexistente mandarín y en su precario inglés, veo que le fastidia que yo le diga "no lo sé", que es la frase que más utilizo. Nuestros intercambios verbales están llenos de pausas que probablemente no están preñadas de ningún significado.
Ahora sé que va a formular la misma pregunta que antes, con diferente fraseo: ¿y a los hombres de allí les gustan las chicas chinas? Llevamos toda la mañana andando por la concesión francesa en Shanghai y me siento como en un episodio oriental de Sex and the city, sólo que con zapatos cómodos y sin maquillaje. No te gustarían los hombres de allí, le digo, no se cambian los calcetines más que una vez al mes. Me mira con estupor. Me cree. Es broma, le digo, se cambian de calcetines una vez al año. Ahora no entiende nada. No capta mi sentido del humor, como yo no entiendo las cosas que a ella le hacen gracia. Xiaoyan, le digo, los hombres son iguales en todas partes. Está indignada: aquí se cambian de calcetines una vez a la semana, me dice. Creo que he arruinado definitivamente su estereotipo de hombre español.
Ahora quiere que vayamos a un club donde van todos los extranjeros de Shanghai. ¿Cómo explicarle que es la última cosa que se me ocurriría hacer en la ciudad? Mansamente la acompaño hasta el piso 23 de un edificio en el Bund con nombre francés, camareros italianos, comida española y dj inglés. ¿Te gusta? Me dice. "No", pienso, "Claro que sí", le digo. Con entusiasmo. "¡Me encanta!". Me oigo sobreactuar para compensar el malestar que siento en este sitio oscuro, lleno de la misma fauna nocturna que se puede encontrar en cualquier club del mundo. Mientras ella baila moviendo los brazos como si no le pertenecieran, miro desde la terraza atestada de fumadores las luces de Pudong. Hay tantos colores como en Las Vegas y alguien se ha vuelto completamente loco con los leds de algunos edificios que parpadean como si necesitaran hacerse notar. Desde aquí arriba, mientras suena una versión funky de Tainted love, el skyline de Pudong me devuelve mi gesto de perplejidad: ¿dónde estamos? ¿Dónde está China? Y ¿por qué demonios no pinchan la versión original de Soft Cell?
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