Pekín: más de 15 millones de almas. Una maraña que palpita, atestada casi siempre de multitudes, un fluir constante, imparable, de gentes e historias. En las estaciones de metro, en los pasos subterráneos, esta sensación de movimiento agitado y contínuo se hace aún más obvia. En esos lugares de paso, que parecen estar condenados a lo efímero, aparecen como una súbita contradicción, la figura quieta de los músicos callejeros.
Guitarra a cuestas, estos músicos lanzan sus canciones al paso trepidante de los transeúntes. Algunos se detienen a escuchar, quizá buscando un momento de evasión que en estos lares resulta impagable; otros dejan algo de dinero frente al músico. Son muy pocos los que prestan verdadera atención a estas personas; muchos los consideran ‘apenas’ como mendigos.
En muchos otros países, la imagen del músico callejero se asocia con inconformismo, independencia, rebeldía ante lo establecido. Pero los cantantes callejeros chinos no tienen voluntad de rebeldía ni de vivir al margen de la sociedad mayoritaria. Simplemente, buscan hacerse un hueco en esa sociedad y ganar dinero (tal vez también fama) con algo que les gusta y que saben hacer bien. Ciertamente, marcan diferencia con respecto a la mayoría de los jóvenes chinos, muchos de los cuales, tras optar por una carrera elegida, en muchos casos, por sus padres, acaban trabajando en puestos que no les proporcionan ninguna satisfacción personal.
Adentrándonos en el paso subterráneo próximo al Zoo de la capital, comenzamos a oír el sonido de una guitarra y la voz de un chico de veintitantos años. Zhou Qin, cuyo nombre en chino tiene referencias a antiguas dinastías imperiales.
Nos acercamos a preguntarle por las razones que lo llevaron a venirse a Pekín y convertirse en un cantante de calle. Zhou Qin sonríe; “Yo tengo mis propios sueños”, dice. Se lanzó a venirse solo desde su pueblo natal del noreste a Pekín, una gran ciudad en la que, según él, existen muchas más oportunidades de realizarse y encontrar su sitio. Su mayor sueño es poder convertirse en cantante fijo en algún bar o club de la ciudad.
Zhou Qin no tiene ninguna otra forma de ganarse la vida y este trabajo es muy irregular y ofrece pocas garantías; además depende de factores que no puede controlar, como la meteorología. Un día de lluvia puede suponerle un día perdido.
Zhou Qin es consciente de la precariedad de su situación, lo escaso de sus ingresos y lo difícil que es ganarse el pan de esta forma. Pero se muestra firme y decidido a seguir adelante, a pesar de las dificultades y sea como sea.
Sin embargo, a pesar de su espíritu decidido, Zhou confiesa que a veces no puede evitar tener en cuenta la opinión de la gente. “En los primeros momentos, las primeras ocasiones en las que salí a la calle a cantar, algunas de las personas que pasaban decían ‘mira, un chico tan joven y tiene que estar pidiendo de comer así...’, cuenta; “oír cosas así le hacen a uno sentirse mal y avergonzado, pero luego, con el paso del tiempo, uno no se preocupa tanto por eso”, afirma.
“Hay mucha gente que no te entiende, pero al mismo tiempo hay muchísimos amigos que te apoyan y se paran a escucharte cantar, te felicitan y te dan ánimos”, dice Zhou sonriendo.
¿Y qué opinan en su familia de su oficio? Ante esta pregunta, Zhou Qin duda un instante; finalmente reconoce: “En casa no saben que estoy aquí cantando en la calle. Simplemente les dije que había encontrado un trabajo en Pekín”.
En efecto, para la mayoría de los chinos, ganarse la vida cantando es algo demasiado idealista. Toda familia china desea ver a sus hijos en una empresa y ganando un buen sueldo. Renunciar a esa vía ‘decorosa y segura’ y elegir un camino mucho menos incierto, aunque más próximo a los deseos de sus hijos, es algo difícil de aceptar para muchos padres.
Zhou tiene un micrófono y un equipo de sonido suficiente para que su voz se oiga por todo el pasaje. Obviamente, el equipo no le pertenece, pues con lo que gana con su voz no podría permitirse tal lujo. Más tarde nos cuenta que el equipo de sonido lo comparten entre varios compañeros y que se van turnando al micrófono.
Xiao Ma es uno de esos compañeros. Cuando canta, su voz atrae a los que pasan. Algunas chicas, entre curiosas y flirteadoras, se detienen ante él a verlo cantar. Xiao Ma tiene ese aire –quizá pretendidamente- bohemio, vestido todo de negro, con el pelo un poco largo.
Él es del noroeste del país y, al igual que Zhou Qin, su familia no sabe a qué se dedica, “Me da vergüenza, podría hacerles sentirse mal”, justifica Xiao Ma. No obstante, no le imoprta lo que opine la gente al pasar y lleva ya tres años dedicándose a esto.
El mayor sueño de Xiao Ma sería participar en un concurso de talentos –él no es un rebelde- para darse a conocer y lograr fama. Sin embargo, es humilde y nos dice que antes de participar quiere seguir aprendiendo. Humilde y luchador, nos cuenta la historia de otro cantante callejero que pasó diez años dedicado a esto, sin que nadie reparase en él. Xiao Ma dice que él también seguirá saliendo cada día y esforzándose por alcanzar lo que quiere.
En cierto momento, mientras cantaban, la policía se acerca. Xiao Ma y Zhou Qin salen entonces del túnel. “Es algo que pasa con frecuencia” -cuenta sonriendo Xiao Ma- “y cada vez que llegan tenemos que recogerlo todo”. Sin embargo, su sonrisa al contarlo es la mejor muestra de su confianza y de que no se rinde fácilmente.
En el paso subterráneo de Gongzhufen, algo más al sur del Zoo, nos llega la voz levemente ronca y con carácter de Wang Zhengli. El caso de Wang es especial: no sólo canta, sino que también compone y graba sus propios CD, que vende durante sus actuaciones subterráneas. Para grabar sus discos, Wang necesitó gastar no poco dinero y es difícil saber cuántos días tendrá que venir aquí, cuántas horas tendrá que cantar para conseguir amortizar lo invertido en la grabación.
Algo que también hace especial a Wang Zhengli es que, a diferencia de los anteriores, él mismo se ha dedicado a enseñar como profesor durante varios años. De hecho, entre sus pupilos, algunos han conseguido cierta fama, como Zheng Tianqi. De hecho, algunos de los jóvenes transeúntes lo reconocen precisamente por haber sido su profesor e incluso le piden el número de teléfono de su antiguo alumno. En esta situación, Wang adquiere una expresión indistinguible, que pendula entre la satisfacción por haber contribuido al éxito de un alumno y la insatisfacción por su propia situación inapercibida.
Pero a sus 28 años no se rinde y sigue tocando su guitarra para aquéllos que lo quieran escuchar y en espera de que algún día se cumpla lo que espera.
Pero no todos son historias de sueños en potencia o superación personal. Algunos realmente se dedican a cantar en la calle por amor al arte, literalmente. En la estación del metro de Xidan, una de las más concurridas de la capital china, encontramos a un joven misterioso. Está totalmente concentrado en sus canciones y apenas acepta hablar. Va armado con su guitarra, micrófono, altavoces... Su voz atrae y su repertorio está compuesto de canciones de pop chino, bien conocidas.
Muchos se paran a escucharlo, tanto que llevan a este joven a afirmar, con expresión preocupada: “en cuanto la gente se para a verme, enseguida llega la policía”. Y es que este joven, siempre lacónico y seco en sus respuestas, no está aquí por la fama ni para ganarse la vida. “Si quisiera ganar dinero, no duraría aquí cantando siquiera unos días”, afirma con decisión. Y sigue ahí, cantando como si pensase que la afluencia de audiencia, más que un reconocimiento a su talento, fuera una intromisión. En este caso sí, algo de rebeldía.
Fuente: http://spanish.china.org.cn/culture/txt/2010-06/11/content_20233505.htm
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